Análisis político

El baño del ‘mall’

 Por Aníbal Ramos Alcaire

(Chile)

 

Caminé a paso firme por entre las vitrinas del aclamado centro comercial de Providencia. Quise hacerlo así, ya que me daba miedo ese lugar tan alto y tan económicamente poderoso. Recordé cuando los apoderados de mi curso comentaban que sus hijos van de paseo al mall con sus amigos los fines de semana; divagué entre la risa y la pena, contemplando cómo la adolescencia se les estampa en aquellas frías paredes de cemento, evaporándose como un calcetín tendido al sol. Permanecí en la pena ya que mis amigos del colegio y yo hacíamos lo mismo en nuestros tiempos de adolescencia, en los ahora lejanos finales de los noventa y principios de los dos mil, escuchando “The way” de Fastball, y “What’s up” de 4 Non Blondes, canciones íconos de ese período hermosamente meloso.

Lamenté el olvido de mis audífonos: estaría mucho más contento si caminase escuchando mi playlist de música noventera, pegajosa y algo lacrimógena, pero aquéllos yacían en el escritorio de mi oficina. Esa música rememoraba un pasado (ya archivado) de cuando era pequeño y todavía impresionable, creía que a este mundo había venido a cumplir una gran misión. De eso ya queda poco, y lo digo con nostalgia, ahora que pertenezco al sistema y consumo felicidad dependiendo de la cantidad de dinero que poseo en mi billetera. Tengo ya casi 30 años y los ideales de juventud se esparcieron en datos, anécdotas universitarias y relatos incoherentes rebosantes de resentimiento y rebeldía. Aquello —insisto— me sigue provocando una profunda tristeza.

Mientras me preguntaba si mi adolescencia se había estampado en esa horripilante publicidad que indicaba —casi con garantía científica— que mi cuerpo no era el adecuado para ser considerado hermoso, entré felino a la tienda y salí más rápido aún porque no encontré lo que buscaba. En realidad sí, pero a un precio elevadísimo. “Me carga el invierno porque no se puede secar la ropa” —repetía con dureza en mi cabeza. “Quiero sol, quiero sol” —continuaba. La sola idea de tener que comprar una secadora porque el calor y la iluminación no alcanzaban, continuaba acrecentando en mí los deseos de un septiembre abrumado de soles y sequedades varias. Pero para eso aún faltaba: recién estábamos en mayo.

Ataqué la ansiedad florida de la primavera con una descarga de orina en el baño público del piso 2, justo fuera de la tienda donde estaba. Feliz, caminé poseído por una canción que comenzaba a sonar por los parlantes del centro comercial. ¡Qué noventa! Lo mejor fueron siempre los ochenta, de chasquilla más levantada y con más fijación en el pelo, abundante de geles y amoniaco, de drogas y brillantinas. Acúsenme de identidad traslapada, no obstante, los ochenta fueron mucho más transparentes que el electrónico noventero, con sus trabas exactas y su metáfora asquienta de significar… Mientras divagaba, entre la importancia de las décadas musicales, canté profundamente: “I gotta take a little time, a little time to think things over / I better read between the lines, in case I need it when I’m older…” Mi inglés no era muy bueno, pero yo estaba contento: esa canción es un himno. Es un poco mediocre tal vez, pero no por eso menos sentida. No me consideraba viejo ni tampoco pretendía leer entre líneas, simplemente disfruté la melodía acompasada y calzadora de la canción. Y justo en el momento cuando el vocalista cantaba: “In my life there’s been heartache and pain / I don’t know if I can face it again”, salí de la caseta y vi a dos tipos en el urinario, dos tipos jóvenes, masturbándose mutuamente. Entré nuevamente —cual niño chico que le teme a los fantasmas— y me quedé ahí, esperando no sé qué, quizás hacer sonar una alarma o que alguien más se hiciera cargo de aquella situación. “Can’t stop now, I’ve traveled so far / To change this lonely life”, terminó de cantar el vocalista y yo aún no sabía qué hacer. ¿Tenía que hacer algo?

Distintos dilemas morales acosaron a mi cerebrito inmaduro y precoz en ese milimétrico instante. Eso precisamente era lo que mayormente dificultaba mi accionar: seguía siendo un pendejo impresionable y poco entregado a la fluidez de la vida. Pero, ¿por qué tenía que presenciar cómo dos tipos se corrían la paja si yo no entré al baño a ver eso? Entreabrí la puerta y por un par de segundos miré el espectáculo, de a poco se iban acercando otros hombres, algunos jóvenes, algunos mayores a observar cómo esos dos tipos se tocaban. Yo lo encontraba tremendo; no soy un tipo moralista, créanme, bueno, no sé, quizás sí, quizás un poco. Después me cuestioné el hecho de estar mirando. Después me empecé a cuestionar todo.

Proseguían, sólo deteniéndose cuando quien miraba hacia el pasillo de los lavamanos. Veía que se acercaba el caballero que limpiaba los baños. Apenas se iba, reanudaban el vaivén: arriba, abajo, arriba, abajo, mirándose secamente, mirándose sin nombre, sin edad ni dirección, sin profesión ni condición económica. Subían y bajaban como si no hubiese un mañana, arriesgándose a todo, total seguramente no tenían nada que perder. “I wanna know what love is / I want you to show me / I wanna feel what love is / I know you can show me” —  terminaba de sonar por los parlantes del mall. Seguramente Foreigner, cuando compuso esta canción, no tenía en mente precisamente esa escena. Sin embargo, estaba yo ahí, con la música a todo volumen y la vista que no despegaba los ojos de los penes erectos de esos hombres. Continuaba sin saber qué hacer, si los encaraba y les decía que se detuvieran ya que estaban en un baño público y podían entrar niños que no deben presenciar eso; si me hacía el desentendido; si los miraba inquisidor; o si hasta me unía al movimiento. Decidí salir y hacerme el desentendido.

Mientras caminaba obviando la escena, no pude evitar tararear: “I’m gonna take a little time / A little time to look around me / I’ve got nowhere left to hide / It looks like love has finally found me”. Ilógico se vuelve el querer escapar, cuando te están diciendo que no hay lugar dónde esconderse; además el amor seguía sin encontrarme. Me preguntaba, eso sí, si el amor los habría encontrado alguna vez a ellos. Ahora que ya no los estaba mirando, pensé en sus vidas: ¿desamparo?, ¿soledad?, ¿desamor?, ¿prostitución? Siempre volviendo negativo algo tan natural, aunque claro ya no sería normal si se hace enfrente de todos. Cuando lo privado entra de choque en lo público, ya ni hay vuelta qué darle, todo se acaba, todo termina; y con todo me refiero a la libertad.

Caminé al lavamanos más cercano a la puerta, al más lejos de ellos. Miré cómplice al hombre que se secaba las manos y echaba un pequeño vistazo a la escena en los urinarios. Era un señor de unos 40 años, vestido de chaleco y camisa, algo formal, algo casual, no logré categorizarlo. Me volvió a mirar como diciéndome: “curioso que ambos estemos percatándonos de lo mismo”. Salí del baño y algo hizo que me quedará afuera, esperaba algo tal vez, esperando nada lo más posible. Salió el hombre, me miró y caminó hacia las escaleras que dirigen a los estacionamientos. Sin pensarlo, lo seguí.

Miraba constantemente hacia atrás un tanto atemorizado, creyendo que todos quienes caminaban para ese lugar sabían lo que estaba pasando: yo estaba siguiendo a un hombre mayor a los estacionamientos subterráneos del mall. No tenía ninguna intención, salvo quizás platicar acerca de lo que ambos fuimos testigos, reír un rato y quizás tomarnos un café y seguir conversando… ¿Por qué tendría que tomarme un café con un desconocido? Me lo preguntaba, pero no obtenía respuesta, sólo continuaba transmitiendo algo de adrenalina a mi cuerpo erizado de ansiedad y correspondencia. Me esperó afuera de su auto.

Ya me había visto por lo que era imposible devolverme. ¿Qué, acaso le debo algo al desconocido? Pues, claro que no, sin embargo, no podía evitar sentir cierta culpa si decidiese marcharme. Ya la invitación estaba bastante clara. Me observó por última vez y luego miró el auto vacío de al lado. Llegué, le di la mano y sonreí. Sus manos sudaban, las mías también. Sonreí levemente y le comenté lo extraño que me había parecido la escena en el baño público. Me miró como interrogándome: ¿nunca habías visto algo así? Sentí esas palabras en la nuca y lo seguí mirando con la inocencia más pura.

Y así entendí lo que me pasaba: no sabía quién hablaba, si el resentido profesor moralista que cree en la privacidad o el joven inocentón que la realidad le superaba cada vez que interactuaba directamente con ella. Jamás me dijo su nombre; yo jamás le dije el mío. Me miró con la necesidad infractora de meterme a su auto y abandonar el lugar: lo leí, lo entendí. No sabía qué hacer. Los deseos comenzaron a aparecer: dejé de lado la moral y la inocencia. Algo más allá quería posarse en mis tetillas erizadas de testosterona: entrar en un lugar que estaba vetado, clausurado, jamás abierto ni explorado.

El hombre abrió la puerta de su auto y me invitó a subir. Subí.

Continuaba pensando en el riesgo. Ya dentro de su carro, me relajé. ¿Qué más podía hacer? Me arriesgué y me entregué. Él no olía mi miedo, yo olía sus deseos y los míos.

Subimos a la calle y nos detuvimos en una avenida desconocida para mí. Nos bajamos de su auto y entramos por una puerta que daba a un pasillo oscuro: sólo se escuchaba un par de gotas caer. Continuamos caminando y llegamos a otra puerta: abrimos y entramos.

Tamaña fue mi sorpresa cuando noté que estábamos en otro baño: uno más grande que el del mall y con por lo menos una decena de hombres desnudos tocándose, masturbándose, gimiendo. Me asusté, quería arrancar, pero sentía que no debía, que yo me había llevado a mí mismo para aquel lugar. ¿Qué acaso era algo que debía vivir y presenciar?, ¿tendría que ser parte de ello?

Negué mi compulsión y salí. Corrí por largo tiempo. Ya alejado del hombre, ya alejado del lugar y ya alejado de mí mismo. Quizás dejé ahí al hombre verdadero, quizás lo pisé mientras corría, no sé. Decidí volver al baño del mall con la convicción de reencontrarme nuevamente con mi verdad. Fui al urinario y esperé.

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