Por Elena Mandel
Arrastrábamos el desarraigo en la espalda como un costal fértil, peligroso en tanto que su ruptura significa la creación de nuevos reinos. Buscábamos en su seductora manera de hacerse de la vida —una simpatía a la nada y un frágil compromiso con el todo— la salida fácil de nuestro penoso migrar. Era cuestión de tiempo para descubrir que hasta la más insignificante incertidumbre aloja en sus entrañas el impulso por saberse con un ropaje de transparencia, lucidez. De vez en vez jugamos con su lúdico mecanismo: una especie de extranjería interior que busca su anclaje en la mirada del otro, en el susurro del viento. Sólo de esa manera los opuestos complementarios se convierten en absolutos.
I
Así iban ellos,
acompañando sus silencios
con el tacto
de unos dedos que se buscan
en las palmas de las manos,
como si esa sutil danza
develara a cada uno
las pasiones entrañables
que se esconden,
que se resguardan
como una caja de Pandora
sumida en el pecho.
Así iban ellos,
con el viento en el rostro
haciendo triquiñuelas
de infante,
dejando que la sangre
fluyera como ellos
invadiéndolo todo,
buscando la nada.
Iban ellos,
arrastrando su nostalgia
en los labios,
bebiéndola,
besándola,
compartiéndola.
Ellos,
arrojados a una noche
que se pretendía
eterna,
en el fondo,
ilusamente infinita.
Ellos,
en el sueño de la vida
o la vida que se sueña,
anudándose
cuerpo a cuerpo
caricias tras caricia.
II
Ahora que mis besos
se despojan de sí mismos,
arrancados,
los labios completos.
Ahora que no existo
no me encuentro;
lejana a mí y de mí,
extrañada en el abismo
de tus brazos,
de tus manos.
de tu cuerpo
III
Mi vida ahogada
en el espejo de lo ignoto,
esa angustiosa práctica de entregarse a
una marcha lúgubre
en el cementerio
de los deseos.
Mi vida
en el destierro
de las voluntades,
donde no tiene lugar
el nos
y el yo se encuentra
lejos.