A 50 años del 68, número 30,Escribir para transformar

Los números asesinados

Por Gabriel Galaviz

¿Recuerdas que hubo primero un silencio sórdido? Como el de una erupción bajo el agua, como el aire desgarrándose en jirones.

Primero, un cúmulo de saliva atorándose en la tráquea, luego las piernas como de una masa viscosa y espesa, luego la pesadez de los latidos de un corazón paralizado, como lleno de atole. ¿Te acuerdas, Clara?, que éramos un mar de personas, que no éramos más que dos cabecitas de cerillo encendidas dándole vida a ese fuego indispuesto y temeroso que pronto habría de ser apagado en un alarido de lluvia congelada.

Yo te pedí que no fuéramos, Clara, que pronto nos iba a cargar la chingada y que ya tenían localizados a los revoltosos, que el chango hocicón empezaba a temer por aquello del comunismo y sus Olimpiadas. Pero eras terca como mula, Clara, y me decías que te valía madre como a ellos les valió madre encerrar a Santi, que era tan joven el pobre y nunca regresó a casa el día de los enfrentamientos de la prepa. Y entonces, el aire se llenaba del sopor de las pérdidas y podía escuchar tu corazón latir en ese silencio sepulcral. «Arrancaremos nuestros derechos, uno a uno» me decías, y yo tenía miedo de tus ojos cuando se miraban así, acuosos e inyectados de sangre. «Y si no vienes, que no te pese el corazón después».

En ese instante, en tele nacional, como una premonición de fondo, Díaz Ordaz anunciaba que el límite de la tolerancia otorgada había llegado a su fin. Y te fuiste a dormir.
Despertamos con la noticia de la ocupación del Batallón Olimpia en Ciudad Universitaria.
Recordaste de inmediato a Susana que te había dicho que iría a escondidas a la asamblea organizada en la noche y, en medio de la parálisis y el pánico, saliste sin mediar palabra. Yo, tan cobarde, Clara.

Cuando te encontré en la Facultad de Medicina estabas sentada sobre un banco, mirando hacia adentro, a esas regiones insondables del alma resquebrajada, pero al mismo tiempo a una agrupación de padres que preguntaba a cualquier estudiante que pasaba, si sabían algo de sus hijos: —Pelo negro, chamarra de cuero, tenis blancos, ¿no?, ¿nada?, ¿ni un compañerito que pueda saber de él? Dios mío, Dios santo.
Lecumberri, dijiste. Susana ya está en Lecumberri junto a otros mil quinientos.
Me pediste que te dejara sola con un leve hilo de voz, y eso hice. Llegaste tarde a casa y no pediste comida ni agua. Eras como esos perros callejeros con los que nos topábamos diariamente y que te pedía no adoptar porque con el Serafín ya habíamos tenido suficiente antes de que se escapara y te pusieras a llorar por dos semanas.

Como la repetición de un ciclo indecible, te encerraste en tu cuarto y rompiste en llanto. No toqué tu puerta y tampoco pregunté, pero supe que pensaste en las pequeñas cosas que se hacen grandes y tormentosas con las ausencias; en las tortas de jamón que le hacías a Santi debajo de la precaria luz de nuestro pobre y único foco, en sus manos maltratadas y morenas que se aferraban a las moneditas del pesero, en su chueco caminar y en el suéter amarillo con el que lo vieron la última vez. En todas esas modestísimas cosas que ahora también verían las demás familias de tanto desaparecido y que, si antes eran rutina y fotografía inerte del paso de los días, ahora serían recordatorios diarios, funestos, como las flores blancas de una tumba o el olor a cempasúchil que revive a los muertos. Ya era octubre, Clara, ¡quién hubiera pensado que habría desabasto de veladoras justo un mes después!, ¡quién hubiera pensado que con ellas se velarían tantas tumbas vacías!

Te pedí que no fuéramos, Clara. Sólo fue una vez. Te hubiera rogado, pero tú y yo sabemos que el miedo nos lo debemos tragar como pan y maicena. No creas que no quise luchar, gritar, encender fuego, exigir a nuestros muertos y desaparecidos para darles siquiera un mísero cachito de tierra y no la suciedad de una pinche fosa común.

Yo también estaba encabronado, hermana, pero nunca he sido un luchador y tú lo sabías de antemano, ¿recuerdas nuestras peleas cuando sólo éramos unos chiquillos? Una vez tomaste mi bici sin permiso para irte a escondidas con Susana. Para el momento en que me di cuenta del crimen, ya no estabas.

No volvías y se empezaba a hacer de noche, yo estaba preocupado, y el tío Paco no paraba de dar vueltas en la sala maldiciéndote a ti y a nuestros difuntos padres por la educación tan vergonzosa que sólo ellos te supieron dar. Volviste, claro, pero sin lo que era mío. Me dijiste que te la habían robado, que la estacionaste afuera de la casa de Susana y al salir ya no estaba, te tardaste tanto porque hiciste todo el camino de regreso a píe. Chingada Clara. En ese momento yo quería que te murieras. Quería gritarte, decirte todas las cosas que sólo podía decirte en mi cabeza en silencio y a oscuras, en cambio, únicamente pude ponerme rojo del coraje y ahogar las lágrimas antes de que te dieras cuenta que una o dos de ellas comenzaban a deslizarse por mis cachetes y empezaras a llamarme mariconcito. Esperé un perdón de ti durante mucho tiempo, viví con el rencor atorado en la garganta por tantos años hasta que el olvido hizo su parte con la memoria y emborronó todo el dolor y los recuerdos.

Nunca he sido un luchador y tu lo sabías de antemano, pero esa tarde algo incierto y como una brisa me hizo dar un paso hacia fuera. Hasta el día de hoy me sigue incesantemente el arrepentimiento de esa decisión. Pero no existe arrepentimiento que reviva al difunto, ¿verdad, Clara? No existe arrepentimiento que haga retroceder la caída de las luces verdes que dieron rienda suelta al futuro. Esa cárcel insípida de la que nunca podremos escapar.

Cayeron como hojas de papel barato, cayeron tan grácilmente, como un pétalo expectante de la superficie fría del arroyo, tan suavemente, Clara.
De pronto, un silencio sórdido, como una erupción bajo el agua, como el aire desgarrándose en jirones. Y un primer disparo. Después, el cúmulo de saliva atorándose en la tráquea, las piernas como de una masa viscosa y espesa, luego la pesadez de los latidos de un corazón paralizado, como lleno de atole.

Hubo gritos ensordecedores, una confusión generalizada, el estrépito del pánico ya se había propagado por toda la explanada y nos dimos cuenta demasiado tarde. Nos atropelló una marea de personas y te perdí de vista, Clara. Caí sobre un cuerpo inerte. Dios mío, qué desarraigado de la totalidad suena decir eso. Ese cuerpo, seguramente todavía en el limbo de la consciencia y la muerte, podría tener las mismas aspiraciones y los tristísimos e ingenuos sueños que el Santi. Tenía padres, Clara, eso no lo dudo. Alguien debía esperarlo en casa. La vida de ese alguien seguramente transcurría sin ningún miramiento mientras este cuerpo recibía una bala perdida en el cráneo y seguirá transcurriendo hasta que detengan en seco ese endemoniado flujo al enterarse que nunca volverá al cálido abrazo de un hogar.
Quedará ahí, desparramado, ajeno de toda dignidad y nombre.
Ya no será nunca más el dueño de su apellido, ahora es solamente una estadística, un numero perdido en la inmensidad de las casualidades que acosan este chingado país. Fuimos números, Clara. Números de heridos, números de muertos, números de arrestados. Números de nunca encontrados. Incalculables, nunca conocidos. Mientras más balas llovían de todos lados, otro número más caía y se añadía. Sólo eso fuimos, huidizos perros apaleados, asesinados.

Para cuando se dieron cuenta de que yo aún respiraba, un soldado se colocó frente a mí, con el pecho en el frío concreto, y comenzó a descargar contra las ventanas del edificio desde donde hablaban los líderes del movimiento minutos antes y desde donde vino la primera bala. No me esforcé en conocer el motivo de esta inesperada divergencia, pero no me quedé a averiguarlo. Corrí, hermana, corrí como nunca en mi vida, esperando el instante en que, de repente, todo se desvaneciera en una oscura tela. Pero nunca sucedió. Los que restaban nos escondimos como pudimos. Debajo de las bancas, detrás de las paredes, entre los sonidos de la gente, dentro de departamentos. Nos escondimos. Pero tú, Clara, nunca llegaste. Siempre esperé encontrarte en los ojos de pánico que me clamaban piedad al sorprenderlos escondidos dentro de un armario. Pero nunca eran los tuyos, no eran tus ojos acuosos, inyectados de sangre. Traté de buscarte, Clara. Puedo jurar que te busqué incansablemente.

Los primeros días no me detuve siquiera a llorar. No era posible, me decía, no pude ser tan pendejo como para dejarte ir. No sentí el peso de la consciencia. Viví durante varias semanas en una sensación de inmundo desarraigo. Cuando escuché mis latidos, en medio de ese silencio sepulcral en el que alguna vez oí tus tuyos, me di cuenta. Yo estaba vivo. Y me solté a llorar. Lloré porque yo estaba vivo, pero de ti nunca lo sabré.

Después vinieron los reportes oficiales, las noticias, la censura.
Después vino la disolución, el temor, el habla silente de los muertos.
«Después», la palabra que exime de variantes a las posibilidades precedidas. «Después», ya nada se puede hacer cuando se habla de un después.
Hoy fue un día soleado.

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