Escribir para transformar,¿Democracia en México?, número 29

Mi padre, el no nato

Por Alberto Pocasangre

Fuente: https://voxeurop.eu

Pues bien, mi papá nunca nació. Bueno, sí nació, pero no como nacemos todos. De hecho, murió antes de nacer. Vaya, para explicarme mejor empiezo donde empiezan todas las historias maravillosas o los grandes dolores de cabeza: por el principio. Verán, mi papá nació —biológicamente hablando— en el perdido pueblito de Sociedad de la Frontera, en el norte del territorio, en plenas tierras que nuestro hermano y querido país vecino nos ha disputado desde la colonia española y que es nada más que un pleito caprichoso de chiquillos pues los miserables cien kilómetros cuadrados que están en disputa ni siquiera tienen riquezas naturales, ni arqueológicas, ni turísticas. Ahí no hay más que unas treinta o cuarenta cabañas dispersas de gente pobre que vive de agricultura menor y un puesto de la Policía de Aduanas que funciona peor que hígado de borracho. Ahí vio la luz primera, ahí creció y de ahí —cuando cumplió los quince— salió huyendo hacia la capital para hacer vida. Eso fue hace setenta años y su único documento era un carnet de minoridad que luego, al cumplir los dieciocho, cambió por una cédula de identidad personal. Hasta acá todo bien ¿eh?, y ustedes se preguntarán dónde empieza la cefalea. Empezó cuando a nuestro ingenioso gobierno se le ocurrió el año pasado la magnífica idea de cambiar la eterna cédula de identidad de doce paginitas por un moderno documento plastificado, con foto digital, código de barras y escuetos y minúsculos datos dizque con la intención de censar a la población mayor de edad y agilizar el proceso de elecciones para este año. Además, recaudar como al paso algunos pesitos pues el documento tenía el simbólico precio de doce dólares que multiplicados por más de cuatro millones de cristianos mayores de edad… Bueno, el punto es que para obtener el dichoso documento único de identidad o DUI, había que presentar la partida de nacimiento original y reciente (tres meses máximo de antigüedad), lo que daría a las Alcaldías de todo el país algunas entradas ya que cada partida tenía un costo de cuatro o cinco dólares de acuerdo al municipio. Así que para sacar la partida original de mi padre tuve que pedir permiso en el trabajo para ausentarme, pues las alcaldías no laboran fines de semana, desplazarme a Sociedad de la Frontera —cosa de cuatro horas de camino— y buscar la casucha que funcionaba como distrital de la cabecera departamental. No había tal casucha. Sociedad de la Frontera hacía años que era una villa fantasma, pues todos los moradores poco a poco y por el temor de que sus posesiones pasaran a manos del país vecino por la disputa pueril y centenaria, habían abandonado el lugar que era ya sólo tierra de coyotes y gallinas sin dueño. Así que tuve que bajar a la cabecera departamental a pedir informes de cómo obtener la partida de nacimiento de mi padre.

Había salido a las ocho de la capital, más cuatro horas de viaje a Sociedad de la Frontera, más dos hacia la cabecera departamental y otra invertida en almorzar en una fonda en el camino. Llegué casi a las tres de la tarde a la cabecera. La secretaria que se limaba las uñas en la recepción, después de oír el motivo de mi visita, dijo que ya no podía atenderme porque era su hora de salida. En otro escritorio estaba un tipo bajito y panzón leyendo el periódico. Ni siquiera se volvió a verme. Le dije a la mecanógrafa que en la puerta decía que las oficinas estaban abiertas hasta las tres y media y que no era justo que viniendo de tan lejos no me atendieran por algo tan simple.

— Sí — me dijo — eso dice el rótulo, pero dejamos de atender media hora antes para que no se nos acumulen las personas.

Miré alrededor, no había nadie. Sólo el panzón del periódico.

— Pero no hay nadie— le dije.

— Sí, pero esas son las normas.

— ¿Puedo hablar con el alcalde?

— El señor alcalde se retira a las dos en punto.

— ¿Qué hago?— le dije, hirviendo en desesperación.

— Vuelva mañana—.  Y siguió limándose las uñas.

Ni modo, volví al otro día después de llamar a mi jefe y decirle que estaba enfermo, pues otro permiso personal no me lo daba. Salí a las cuatro de la mañana con las vísceras revolviéndose y sin haberles echado nada para saborear, y a las nueve y media estaba en la alcaldía frente a la secretaria susodicha.

— Ah, es usted — me dijo — ¿En qué podemos ayudarle?

— Ayer le expliqué el motivo de mi visita y como vine cuando ya iban a cerrar, vengo hoy más temprano.

— Mmm… fíjese que no me acuerdo… explíqueme otra vez ¿sí?

Me armé de entereza y volví a mi cuento. Me escuchó como quien oye llover. Luego dijo:

— Lo siento mucho, pero no podemos ayudarle.

— ¿Por qué?

— Porque esos son trámites personales. Debe venir el interesado o usted debe traer un poder firmado por un abogado y notario para poder extenderle el documento.

  • ¡Usted no me dijo eso ayer!
  • Será porque no lo preguntó…

— ¡Pero se trata de mi padre!

— Entiendo, entiendo, pero debe comprobarnos que está vivo, si no cualquiera andaría por ahí sacando partidas de nacimiento y cobrando pensiones de gente fallecida. Recuerde que somos un gobierno que protege los intereses del pueblo—. Y sonreía la condenada.

— ¡Pero tiene más de ochenta años! El viaje es muy largo, está enfermo, a un paso de muerte. Le hace mal el sol y el viento. Y los chocolates—. Y no sé qué otras tonterías dije para conmover a aquella arpía.

— Bueno, bueno, entonces traiga el poder firmado por un abogado. Debe llevar firma, petición, número del documento único de identidad…

— ¡Pero él no lo tiene! ¡Para eso necesita la partida!— Se me iluminó el cerebro: —¿Puedo traer su cédula?

— La cédula es un documento obsoleto que ya no tiene validez. Todos deben contar con su DUI— y procedió a limarse las uñas. ¡Dios mío! ¿Dónde tenía tantas?

— Pero ¿cómo lo va a sacar si usted no me da la partida de nacimiento?

— Pues no sé, así es la ley y es dura, pero es la ley—. Y sonrió como si ella hubiese inventado la frasecita. Salí dando trompones a los monumentos de la entrada.

 

Al día siguiente, a las diez, estaba con mi anciano padre en la alcaldía. Tuve que pagarle a un médico por una incapacidad por fiebre escarlatina para que no me echaran del trabajo. Volvimos a explicar la razón de la visita a la señora que se limaba las uñas eternas y después de oírnos, la mujer pidió el DUI a mi padre para comprobar que él era el verdadero solicitante y dueño de la partida de nacimiento. Y al explicarle por tercera vez de qué iba la cosa, pareció comprender la situación. El gordo de la silla, que seguía en la lectura del periódico —quizá el mismo de los días anteriores— levantó los ojos y bufó. La mujer entonces le pidió algunos datos a mi padre: fechas, nombres de conocidos, eventos importantes de su niñez, etc., luego nos pidió esperar. Me senté a conversar con papá, quien se aburre y cansa fácilmente. Cuando me levanté a preguntar a la secretaria —después de dos horas— si ya estaba el dichoso documento, me dijo que era imposible extenderlo, que había que ir a Registro Histórico en la capital pues los documentos de esos años en los que mi padre decía haber nacido se quemaron durante la guerra civil de hacía veinte años. Me quedé de piedra. Nada más alcancé a preguntar:

— Y toda la gente de esa época ¿cómo hace?

— Creo que les toman los datos como ellos los declaran y, con base en eso, les extienden el documento.

— ¿Por qué no hace lo mismo con mi padre?— Pregunté casi llorando.

— Porque ese era un decreto transitorio y ya pasó. Tiene que ir a Registro Histórico.

 

Al otro día nos confirmaron en Registro Histórico que en efecto los papeles se quemaron, así que no había pruebas del nacimiento de papá

— O sea — me dijo el señor chiquito y pelón que nos atendió y que se parecía al del periódico en la alcaldía —legalmente su papá es legalis non nato o más bien, no ha nacido legalmente, está muerto para la ley y tienen que comprobar que está vivo — Y sonrió. ¿Dónde diablos aprenden a sonreír estos diablos?

— ¡Pero si aquí está! ¡Usted puede verlo!

— Sí, sí puedo. ¿O cree que soy ciego, jovencito? ¡Hasta debo tener mejor vista que usted!

— Bueno, bueno, disculpe. Pero dígame ¿qué hago?

— Mire, el señor no tiene documentos y esa cédula no es válida ya, inclusive puede ser falsa, etc. Creo que lo mejor es que contrate a un abogado especialista en identidad… —y, bajando la voz, agregó— tengo un primo que sabe de éstas cosas, aunque apenas lleva primer año en derecho, ¿le doy su número?

— No, gracias. Ya veré cómo hago.

— Bueno, como quiera. ¿Algo más en que pueda ayudarle?

— No, gracias.

— Bien. No olvide llenar nuestra encuesta sobre la calidad. Recuerde que este gobierno trabaja para usted—. Y la enorme sonrisa.

Salimos a la calle, decepcionados, pensando en qué hacer, a quién acudir: ¿A la Corte Suprema de Justicia? ¿A la Asamblea Legislativa? ¿Al Presidente mismo? A lo mejor sólo sonreirían y nos mandarían derechito a otra oficina. «Por lo menos —pensé— nuestros funcionarios siempre sonríen con nosotros» ¿O se ríen de nosotros? Papá se lo había tomado a lo poeta: sonreía, caminaba lento y fugaz, como entre nubes y gasas. Como si fuera una sombra; como si la idea de no haber nacido nunca le infiriera poderes y status por encima de los otros mortales. Parecía liviano y contento. Despreocupado. Como si el sello legal de «no nato» lo condenara a una existencia falsa, a un pasado falso, a un futuro incierto. Si uno no existe ¿vale todo lo que hagamos o dejemos de hacer? Incluso llegué a temer por mí mismo. ¿Y si papá legalmente no existía, yo en realidad tampoco? Sería nada que proviene de la Nada. Y mientras caminábamos juntos, yo devanando mis miedos y fantasías y repartiendo bendiciones a las ilustres madres de los funcionarios públicos y de los padres de la patria, mi papá caminaba como un duende. Parecía que lo ocurrido había vaciado su ser de algo pesaroso: la responsabilidad de ser.

Esa tarde, papá fue internado en el hospital y falleció por la noche. Sus problemas se acabaron. Sólo los de él.

Fui a la oficina de altas del hospital y solicité un acta de defunción para entregar a la Alcaldía y poder enterrarlo. Pero para dármela tenía que mostrar la partida de nacimiento o el DUI. Me tiraba de los pelos mientras el cadáver se descomponía en la morgue del sótano. Al final, un enfermero de cara paliducha y tufo a licor me dijo que por unos cuantos dólares un amigo de la oficina de asentamientos que está en el hospital podía conseguirme la partida de nacimiento con la fecha del día y así sería fácil obtener el acta de defunción. Saqué una buena parte de mis ahorros, tronándome los dedos pues a todo esto yo estaba ya desempleado. Le pagué al tipo y me extendió el certificado de nacimiento. Pero como la fecha era la del día en cuestión, hubo confusión en la edad y el seguro hospitalario me entregó un ataúd para bebés creyendo que mi padre había nacido muerto. ¡Hasta en la muerte no alcanzaba a nacer el pobre! Cuando por fin arreglé el asunto, llegó el inspector forense a comprobar el deceso y me pidió el DUI de mi padre para anularlo, como es la costumbre. Como el viaje a Sociedad de la Frontera era imposible, tuve que acudir a otro canalla de un cubículo de la alcaldía para que me falsificara un DUI ¡adiós últimos ahorros! Lo tuve veinte minutos en mis manos ¡al fin!, y lo di al inspector, quien lo cortó y anotó que mi padre había fallecido. Mejor era escribir que mi padre había nacido después de morir. Por puro morbo sentimental memoricé el número del DUI para recordar lo que los miserables nos hicieron pasar. Mi padre nació y murió legalmente el mismo día. Nunca olvidaré el número del documento de mi padre.

 

Ayer fueron las elecciones. Fui a votar sin entusiasmo. De hecho, en lugar de marcar la foto de un candidato escribí a través de la hoja: «Todos son unos…» y no terminé la frase. ¿Qué pondría? ¿Abusivos? ¿Haraganes? ¿Ladrones? Creo, querido lector que no nos alcanzan los epítetos ¿verdad? Dejé la frase a medias, deposité la papeleta doblada en la urna de cartón y al regresar a firmar el padrón electoral, vi —con sorpresa de boca abierta de par en par— el nombre de mi padre arriba del mío. Y con una firma al lado del nombre. Me quedé de piedra. Claro, puede haber muchas personas con el mismo nombre, pero vi el número del DUI. ¡Era el que memoricé! ¡El mismo! Sólo pude sonreír. Mi papá nunca nació, nunca murió o más bien, nació y murió el mismo día, pero ejercía el sagrado y universal derecho del sufragio. Y de la sonrisa pasé a la carcajada: un ataque de risa a medio patio de escuela donde estaban las urnas. No podía parar, hasta se me saltaron las lágrimas y tuve que agarrarme el estómago, retorciéndome. Los policías que bostezaban recostados en las paredes corrieron a auxiliarme, al igual que los multicolores vigilantes de urnas. Los aparté a todos, riendo.  «No pasa nada» les decía entre carcajadas. No sentía nada más que ganas de reír y reír. Y me sentía como en una ridícula película de parodias. No me hubiera extrañado que de la nada aparecieran cámaras de televisión, globos y confeti e incluso mi padre celebrando la broma. Pero ¿cómo puedo extrañarme que en un país en el que alguien puede no nacer —aunque ande por ahí— y no pueda comprobar su existencia con su existencia misma, sea posible que en las elecciones los muertos también participen para echarle una mano al partido en el poder?

Es justo, puesto que es un gobierno que trabaja incansablemente para mí.

Papá se ha de estar muriendo de la risa en el otro mundo.

 

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