Apropiarse el espacio, (re)construir la ciudad, número 27,Escribir para transformar

Risas, máscaras y trovas

Por Enrique Hernández Muñoz

A Laura no le gustaba pasar por esa avenida, aquel payaso traga-fuego solía estar ahí muy seguido. Era un hombre alto, de facciones nada agraciadas y unos ojos algo extraños. Por desgracia, el maquillaje que usaba poco lo ayudaba a verse amigable.

El semáforo se puso en rojo y Laura cruzó. Ahí estaba él en el camellón, mirando a Laura, serio e indescifrable en su expresión. Laura apresuró el paso, llegó al otro lado de la avenida y siguió caminando.

Pronto llegó a la parada de camión que estaba a un lado del Instituto de Cultura de la ciudad, un edificio grande y que expedía cierta importancia, pero que estaba sucio y con muchas manchas de excremento de paloma. Las personas que pasaban veían a Laura y luego desviaban la vista rápidamente. Ella sacó su espejo y se aseguró de que la nariz roja estuviera bien puesta, su maquillaje siguiera intacto y su cabello castaño no se hubiera despeinado. El camión llegó, se paró y abrió la puerta, Laura le pidió permiso al conductor de subir y contar su rutina de chistes. El conductor accedió.

Laura subió y vio a todos los pasajeros, siempre había todo tipo de personas: gente de la tercera edad, señores y señoras de mediana edad, jóvenes, adultos, adolescentes y niños. Algunos de vestimenta sencilla y otros con extravagantes peinados. Eso le gustaba, siempre había un público variado. Laura se presentó como la payasita Chispilla y comenzó a contar chistes. Laura tenía 12 años y no tenía gran experiencia en el campo humorístico, pero emitía un cierto encanto cuando hacía sus presentaciones en camiones, era inevitable sentir cierto cariño por aquella niña tan valiente.

Pronto los chistes terminaron y ella le agradeció a su público. Observó lo mismo de diario, varias personas rieron con sus palabras, pero la mayoría la miró con una curiosidad tierna. Pasó a los lugares y recibió el dinero que pudo juntar, generalmente casi toda la gente le daba siempre alguna moneda, y esta vez no fue la excepción. Ella estaba consciente de que su edad le proporcionaba más ganancia que su talento artístico, sabía que algún día debía mejorar; pero hoy no era ese día.

Laura guardó su dinero y fue a la parte de atrás para bajarse en la siguiente parada. Antes de hacerlo, escuchó que alguien murmullaba algo acerca de los padres de aquella niña, algo acerca de la escuela, algo acerca de que ella no debería hacer lo que hace. Laura escuchó y guardó esas palabras para sí misma, no podía mostrar expresión alguna en respuesta. No enfrente de su público, ella debía seguir alegre.

Bajó del camión cerca de una secundaria, la cual había sido pintada el día anterior, pero que ya contaba con grafitis en una de sus paredes exteriores. De ahí, Laura siguió tomando algunos camiones más, siempre llevando a cabo su rutina en cada uno de ellos y viendo rostros diferentes cada vez: morenos, blancos, arrugados, lisos, desconfiados, temerosos, pensativos, melancólicos o sin expresión. Eran contados aquellos rostros con indicios de felicidad y alegría.

Contó sus chistes por última vez en el día, juntó varias monedas, bajó del camión a un lado de una gran glorieta y caminó a casa. Desde ahí, su hogar quedaba a varias cuadras de distancia que pudo haber recorrido sin problema en otro camión, pero Laura quería estirar las piernas y respirar el aire de la noche que estaba naciendo. Pronto llegó a un parque con grandes árboles, por lo que la luz amarillenta de la calle no lo iluminaba en su totalidad. Fue ahí cuando un muchacho salió de las sombras de un olmo, caminaba rápido, pero con un pésimo equilibrio.  Aquel muchacho logró acercarse a Laura por atrás y tomarla de los brazos antes de que ella pudiera escapar. Él le pidió, arrastrando las palabras, que le diera su dinero o no la dejaría ir. Laura gritó por ayuda, algunas personas en la lejanía voltearon, pero no sabían qué pasaba. El muchacho siguió forcejeando con Laura, apestaba de sobremanera a alcohol y sus manos ya empezaban a meterse a los bolsillos de la niña. Por suerte, aquel muchacho perdió el equilibrio por completo y cayó sobre la acera, con algunas monedas en sus manos. Laura corrió y se alejó de ahí asustada.

Llegó a su casa lo más rápido que pudo, sacó unas llaves de su bolsillo, que por suerte aquel muchacho no había tomado, abrió la puerta de su casa y entró. Fue a su habitación, se acostó, abrazó su almohada y trató de no llorar. Inhalaba y exhalaba hondo mientras temblaba, pero al final no lo pudo evitar y rompió en llanto. En su casa no había nadie. Su papá se separó de su mamá poco después de que ella nació, su mamá se estaba recuperando en un hospital después de que un carro la hubiera atropellado hace unos días y su hermano aún no llegaba de trabajar y no llegaría hasta la madrugada. Ojalá su madre estuviera ahí, la extrañaba mucho y últimamente no la dejaban visitarla en el hospital. Laura durmió llorando aquella noche, al igual que muchas otras.

Al día siguiente salió de casa mientras su hermano dormía profundamente. Con una mirada triste, Laura caminó hasta la avenida. Ese día no estaba ahí el payaso traga-fuego , así que caminó tranquila hasta el otro lado. Llegó a la parada de camión a un lado del Instituto de Cultura y sólo había una persona esperando camión, un señor de unos cincuenta años de piel oscurecida por el sol y el tiempo, nariz aguileña y un cabello que no se decidía entre ser canoso o ser negro. Afinaba su guitarra mientras Laura se sentaba en un asiento no muy lejos de él.

Aquel hombre la miró y notó la mirada melancólica de Laura, se acercó a ella y le dijo que no debía estar triste ya que los payasos deben transmitir alegría y felicidad, o no serían payasos. Laura lo miró y trató de componerse, enderezó la espalda y sonrió un poco. Aquel hombre le dijo que así estaba mucho mejor y enseguida se presentó, se llamaba Mario. Ella dijo que se llamaba Laura. Mario le tendió la mano mientras sonreía y le dijo que era un gusto conocerla, Laura respondió lo mismo. Mario le comentó que iba a tocar en los camiones una canción que acababa de componer, le preguntó a Laura si quería acompañarlo, que quizá oyéndola se sentiría mejor y, además, ambos podían presentar su rutina en el mismo camión. Al principio dudó, pero al final Laura aceptó.

El camión llegó, pidieron permiso al conductor y ambos subieron. Mario le pidió a Laura que ella empezara primero, así que ella se presentó y contó sus chistes. Al igual que siempre, una parte de la gente reía y la otra parte la miraba con curiosidad y ternura. Cuando acabó, Mario se presentó y anunció que presentaría una canción de su autoría. Se colocó en posición, respiró hondo y cantó lo siguiente:

Despertamos y vamos a trabajar,

queriendo entre otros destacar.

Y sin embargo no nos percatamos,

 de que aquí todos somos hermanos.

 

Somos los de abajo

y somos nuestro trabajo.

Somos la ciudad

y también somos unidad.

Somos una sola voz

y la nuestra es feroz.

 

Siempre tendemos a dividirnos

A pelearnos y a combatirnos

Quizá por el equipo que va ganando

O por si vamos en carro o caminando

 

Somos los de abajo,

y somos nuestro trabajo.

Somos la ciudad

y también somos unidad.

Somos una sola voz

y la nuestra es feroz.

Cuando terminó, mucha gente se veía pensativa, algunos fingían no verse así y otros de plano no escucharon nada por traer audífonos. Mario y Laura pasaron por los lugares mientras recibían dinero. Enseguida se despidieron, agradecieron y se bajaron del camión. En la acera, Mario y Laura se repartieron en dos el dinero. Era un poco menos de lo que Laura ganaba sola, pero no le molestó.

Mario le preguntó a Laura si le había gustado la canción, ella respondió que sí, pero que quizá tendría que escucharla de nuevo para entenderla mejor. Mario, con una sonrisa, le dijo que lo único que necesitaba saber era que debía de apoyar a toda la gente que pudiera, en especial a otros artistas callejeros, ya que sólo se tenían a ellos para ayudarse. Dicho eso, sacó un chocolate de su bolsillo y se lo regaló a Laura. Enseguida le preguntó si se sentía mejor, ella respondió que sí, algo sonrojada.

Ambos estaban sentados viendo los carros y las personas pasar. Ya entrada en confianza, Laura le contó a Mario que ayer alguien quiso asaltarla y que se había asustado mucho, y que por ello estaba algo triste antes de conocerlo. Mario, con voz de padre preocupado, le dijo que la ciudad era un lugar salvaje, por lo que andar en ella requiere de cuidado y precaución. Ella ya se sentía mejor respecto a lo de ayer, así que, para cambiar de tema, Laura le preguntó a Mario si ganaba mucho dinero tocando la guitarra, él le respondió que lo suficiente para vivir, pero que su objetivo principal no era el dinero, sino transmitir un mensaje a través del arte, a través de la música. Luego le dijo a Laura que ella debía hacer lo mismo, pero a su manera. Le comentó que sí, que el dinero era necesario, pero al ser artistas debían dejar una huella en las personas. También le dijo que su herramienta más poderosa era la sonrisa, y que debía usarla de la mejor manera. Laura asintió, pensativa.

Después de presentar chistes y música en algunos camiones más, Mario se despidió de Laura, ya que tenía otros asuntos qué atender. Ella no quería, pero el hombre le dijo que quizá pronto se verían de nuevo en algún lugar de la gran ciudad, era inevitable. Al final del día Laura llegó a casa sintiéndose mejor de como salió, y en su cuarto, comió con gusto el chocolate que Mario le había dado.

A la mañana siguiente, en su casa, Laura se maquilló, se preparó y salió de nuevo a la calle. Llegó a la avenida y ahí estaba el payaso traga-fuego  de nuevo en el camellón. Cuando el semáforo dio el alto, Laura avanzó y el payaso traga-fuego   y ella cruzaron miradas. Laura recordó lo que le dijo Mario, así que saludó y le sonrió al otro payaso. Sorpresivamente, éste también la saludó y le dedicó una de las sonrisas más cálidas que Laura había visto. Llegó al otro lado sintiéndose muy bien consigo misma. Aquel payaso ocultaba una gran sonrisa detrás de un rostro duro, serio y preocupado. Laura comenzó a pensar que él no era la única persona en la ciudad que hacía eso, que había más personas que escondían sonrisas detrás de máscaras de deudas, responsabilidades y preocupaciones. Y era su labor destruir esas máscaras, al menos por unos momentos.

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