Análisis político

Svetlana, se llamaba

Por Carlos Andrés Soto Vargas

 

Добро пожаловать в нашу гостиницу! Así solía saludar a todos los visitantes de nuestro hotel y lo hacía con un marcado acento ucraniano, porque descubrí que para los rusos como yo, que llegan a un hotel, es más llevadero imaginar que los atiende un ucraniano que reconocer lo que siempre ha habido en Rusia: una desigualdad abismal entre los poderosos que concentran muchas riquezas y el pueblo, que ha tenido que sufrir en diversas épocas hasta hambrunas, por terquedad e inoperancia justamente de los poderosos. Adicionalmente, para los extranjeros no muy versados en el ruso, el acento ucraniano aporta un deje de misterio y de refinación que me ha permitido acercarme a muchos viajeros que se sorprenden de comprobar que no hablo como el resto de rusos que conocen.

Y mi treta funcionaba bastante bien, hasta que la conocí a ella. Svetlana, se llamaba. Tan pronto la saludé me dijo, casi sin mirarme y sin detenerse en su apresurado caminar, en un ruso atropellado como su marcha, pero con innegable acento bielorruso, elegante y discreto como su figura: “tú eres tan ucraniano como yo rusa. ¿A quién crees que engañas?” Y me desarmó por completo. A la mañana siguiente, cuando terminaba mi turno, se acercó a mí y se excusó por si pareció muy agresiva la noche anterior, pero había tenido un mal día y, según sus propias palabras “ya estaba harta de la hipocresía de la gente”, ante lo cual no pude menos que exclamar de la manera más rusa posible: “точно! Цур” sabiendo que esa expresión medio rusa, medio ucraniana, era una forma sarcástica de exculpar mi intento de engaño a una clienta tan observadora.

Como en el hotel no teníamos permitido fraternizar con los clientes, charlamos muy poco. Nuevamente fue ella la que notó mi inquietud y miedo de pensar en que el gerente me encontrara tan a gusto y relajado, y hábilmente deslizó un papel con una dirección y una hora específicos.

Acudí a la cita y ella nuevamente me sorprendió. Habló casi desde que me vio y antes de que me sentara, y prácticamente monopolizó la charla, pero no me importó porque desde que dijo “me llamo Svetlana” hasta el “до свидания” del final, sencillamente me cautivó. Me contó que era periodista, que mi intento de engaño ucraniano no funcionó porque su mamá era ucraniana y conocía bien esa zona y a esas personas y finalmente se metió de lleno en un tema que la inquietaba, que era el impacto en muchas mujeres durante la recién terminada y poco asimilada Segunda Guerra Mundial y me pareció curioso que un tema tan tradicionalmente masculino como la guerra le inquietara a una joven periodista bielorrusa; me contó de sus planes de viajar por todo el territorio ruso para poder darle voz a las mujeres, al sufrimiento y a los olvidados, porque consideraba que si nadie detallaba los horrores de la guerra, era posible que en unos años algunos consideraran como posibilidad otra guerra y por eso se quería enfocar en el lado humano, especialmente en el lado femenino para evitar que con el tiempo pensaran que el holocausto nazi era ficción o que todas las penurias, hambre, enfermedades, muertes y desolación traumática vividas a lo largo de toda la URSS fueran minimizadas e ignoradas por un mundo que ella sabía desagradecido y que podía condenar a los soviéticos y especialmente a las soviéticas a una omisión tan ignominiosa como peligrosa.

Yo solo apunté a sugerirle que escribiera libros, porque son más trascendentes en el tiempo que los reportajes periodísticos y ella me dijo que eso era precisamente lo que estaba considerando. Como prueba de su habilidad, me contó que había investigado sobre mí, desde que me dio el papel hasta que llegué a la cita y en esas pocas horas pudo recabar mucho sobre mi vida, hasta casi asustarme. Ella apuntó que lo hizo como un experimento, porque encontró que por ser mujer la gente no espera nada de ella; le cuentan cosas con sólo preguntarlas, porque minimizan sus capacidades y logró recabar la información sobre mí, apelando a lo que llamó la ceguera machista predominante, es decir, no esperan mayor cosa de una mujer y si ven algo interesante en una mujer lo minimizan, lo ignoran o lo destruyen en lo real o en lo simbólico. Contundente resultó Svetlana y me sentí agradecido por haberme conectado con este vital ser que intuyó en mí una perspectiva humana y logró conectarse a un nivel muy especial a tal punto que por algún tiempo fuimos amigos por correspondencia. Esto duró hasta que sus innumerables viajes la ocuparon demasiado y hasta que la correspondencia ya no era un medio seguro de comunicación porque la histeria colectiva y la paranoia de los gobernantes persiguiendo capitalistas o traidores se diseminó, haciendo sospechosas hasta las amistades entre los habitantes de la madre patria Rusia.

Finalmente, nuestras vidas continuaron y recién ahora que tengo esposa, hijos, nietos y dos bisnietos, el mundo va a conocer a mi amiga, conocida por todos como Святлана Аляксандраўна Алексіевіч quien recibió un justo premio nobel que destaca por muchas razones: es tan sólo la décimo cuarta mujer en ganar este Nobel en más de 100 años, y hace más de 50 que no ganaba un escritor de no ficción, así como es la primera periodista en hacerlo. No me cabe duda de sus capacidades y méritos. Para mí es esa mujer que me descubrió en un segundo y que estuvo ligada a mi vida hasta la fecha, pese a que ya no nos escribimos ni hablamos, pero estoy seguro que si nos encontramos será como aquella primera vez, algo mágico y trascendental porque no es sencillo encontrar una amiga como la mía; Svetlana, se llamaba, y ahora espero que todo el mundo conozca su lucha, su obra y su importancia.

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