Por Sara Jaramillo Klinkert
(Colombia-España)
Estudié en un colegio de monjas y no recomiendo que le hagan eso a sus hijas. Recuerdo que sus hábitos tristes y grisáceos atravesaban los patios del colegio midiéndonos el largo de la falda del uniforme y chequeando que nos sentáramos con las piernas cerradas. Nos hacían escribir “Él” con mayúscula. El pronombre “ella” ni siquiera existía. A veces, nos mostraban videos sobre abortos para sembrarnos temor sobre las consecuencias de decidir qué hacer con nuestros propios cuerpos. Lo que más recuerdo son las imágenes de fetos descuartizados en una basurera, por los bordes rodaban gotas de sangre que hacían charcos en el suelo.
Cada que un sacerdote se asomaba al salón había que ponerse de pie. A ellos había que adorarlos, así no supiéramos muy bien por qué. De hecho, yo sigo sin saberlo. Sin embargo, las monjas los servían con una devoción desmedida, igual que un perro amaestrado haría con su dueño. Aunque, según he observado, los dueños sienten más cariño por sus perros que los sacerdotes por las monjas que les sirven y les alcahuetean su inutilidad.
La única figura femenina digna de admirar era la Virgen María, cuyos máximos logros fueron haber sido abnegada, obediente, sumisa y servil. Además de haber engendrado un hijo sin disfrutar de los placeres del sexo. Ese era el modelo femenino a seguir. Como si no existieran científicas, artistas, inventoras. No activistas, escritoras, deportistas. Ni bailarinas, ejecutivas, abogadas. Nada de eso, una Virgen triste con un niño en sus brazos, esa era la opción para ser aceptada por Él. Por eso, muchas de las que estudiamos en colegios de monjas, crecimos creyendo que una función importante dentro de nuestro rol de género era servir a los hombres y hacer hasta lo imposible por mantenerlos contentos.
El matrimonio era recomendado y los hijos mandatorios. Todavía recuerdo la mirada de la madre Lucía cuando le dije que yo no quería tener hijos. “Dios estará muy decepcionado de ti”, eso fue lo que me contestó. Yo me quedé preocupada por eso hasta que terminé el bachillerato, luego dejó de importarme porque estaba lidiando con los nuevos retos que imponía la universidad y la edad. Allí las mujeres encontramos una libertad que no conocíamos y tratamos de disfrutarla de la misma manera como la disfrutaban nuestros compañeros hombres, pero las razones por las cuales a ellos los llamaban “populares” eran las mismas por las que a nosotras nos llamaban “fáciles” por no mencionar adjetivos más hirientes.
Después de la universidad comencé la vida laboral y, hasta el sol de hoy, ha sido una lucha constante por becas, entre otras cosas, que le dieron a otro menos preparado porque era hombre, y el jurado, netamente masculino, que la otorgó lo decidió así. O aquel trabajo en el que me pagaban menos a pesar de que hacía lo mismo que mis compañeros. O ese jefe que me asignaba las tareas fáciles porque nunca se tomó el trabajo de descubrir que también podía hacer las difíciles. O esa empresa en la que me rechazaron porque, como aún no había tenido hijos, asumieron que pronto me iba a embarazar, con las respectivas ausencias laborales que eso conlleva.
El caso es que sigo sumando años y experiencias y esta es la hora en que tengo que seguir soportando las preguntas acerca de por qué no me interesa casarme con mi novio, ni tener hijos. Tengo que soportar la mirada de tantos que siguen sin creer que una mujer rubia, de pelo largo, que se pinta las uñas de rojo, se haya mudado sola a Madrid para estudiar literatura y ponerse a escribir. Y las de quienes pensaron que no es justo ni correcto que una mujer deje a su pareja por tanto tiempo para estudiar. Y tras quemarme las pestañas escribiendo, sé que aún tendré que enfrentar las miradas de los agentes literarios que siguen subestimando la literatura escrita por mujeres. Y si lograra convencerlos a ellos, todavía me faltará enfrentar la incredulidad de los lectores y críticos que rara vez le dan crédito a una escritora. Me duele admitirlo, pero a cada rato fantaseo con la posibilidad de escribir bajo un seudónimo masculino.
Sé que estas son mis razones para no celebrar el 8 de marzo, pero estoy segura de que cada mujer, en cada rincón del planeta podría acomodarlas a su propia realidad. Sé que algunos ya están cansados de oírlas, pero también sé que repetirlas es la única forma de que resuenen. Sé que en muchos hombres ya resuenan y se han dado cuenta de que somos coequiperas en vez de amenazas. De que juntos sumamos, en vez de anularnos. De que juntos construimos en vez de destruirnos. A esos hombres, gracias por entender que nuestra lucha no es contra ustedes como género, sino contra la forma tan desigual como se han concebido y perpetuado los roles. No es culpa de ustedes, ni de nosotras, sino de la sociedad que nos ha enseñado a replicar patrones sin cuestionarlos. Pero, aunque no somos culpables, sí somos responsables de romper los esquemas para poder beneficiar a las generaciones venideras. Gracias, a la cada vez más inmensa cantidad de hombres capaces de razonar y entender la igualdad más allá del hecho de que nos lleven o no las bolsas con las compras cuando están muy pesadas. A mí, que me considero feminista, me encanta que me las lleven y también que me abran la puerta del auto, porque tengo clara la diferencia entre los caballeros y los machistas.
Por eso pienso que hoy en vez de celebrar, deberíamos reflexionar. Las mujeres no necesitamos que nos regalen un día para honrar nuestra condición femenina. No queremos que los hombres que nos ignoran y pisotean todo el año, aprovechen este día para congraciarse y dejar sus mentes en paz, de manera que puedan seguir actuando mañana de la misma forma. No queremos que nos otorguen cuotas de participación femenina en la política, ni en las juntas, ni en los trabajos, ni en nada, porque somos perfectamente capaces de obtenerlas por nuestros propios medios, especialmente si se quitara del medio tanto macho asustado de que una mujer ponga al descubierto su inutilidad e incapacidad. No queremos que se nos visualice sólo los 8 de marzo porque nosotras existimos todos los días del año, así no quieran vernos.