Escribir para transformar,¿Democracia en México?, número 29

Lejos de Hollywood

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Por Juan Enrique Cairo

Lo difícil no es subir la montaña, sino alcanzar la cima; lo que más cuesta entender es que la cima, a cortas o largas, no existe porque siempre quedará mucho más por escalar, pariendo vida, sufriendo muertes. Lo terrible es el después, que se tiñe, por lo general, en un todo de todos que olvidan de otorgar el “a veces” que necesita todo escalador para que no se deje de recordar que detrás suyo se encuentra un hombre como cualquiera.

 

Miró entre sombras el horizonte y cuando más dolía su vista, el sol se posaba más allá de su visión, como mueca inconclusa en partida de payasos gastados.

Lo más efímero dejó de ser tal y sólo se desnudó ante sí como mirada torva, el maizal con ganas de pronta cosecha; y, dentro de éste, perdidos entre las espigas y los granos atiborrados, los privados de sueños, aliados de abandonar todo eso llamado a ser no recuerdo en el manto de la no existencia necesaria para la gracia de los que se apoderaron en tiempos necesarios para sí, de todo lo que señalaba sin vergüenzas ni parcelas la rosa de los vientos.

Caminó en derredor del sembrado y vio bajo un decreto de sangre a los hombres del Don, naturalizando la muerte en los de siempre.

Paladeó, esculpió sus encías con amarga saliva y aunque siempre había tenido la certeza de que, al menos un tiempo, necesariamente debería esperar por los cambios –como manda el Dios de unos pocos-. De pronto el sabor de la civilización actual le supo a barbarie de gastado dictador apoderándose hasta de su boca con sus descarnados actos forzados por preservar el capital. Capital de papeles que pudieron cambiar su color, pero nunca su olor de rojos nauseabundos vertidos por los que supieron estar y sufrieron ahí, y que el tiempo dejara atrás en un manto poco claro de olvidos, por error u omisión; más cuando no se despersonalizaron en tumbas colectivas o estadísticas, lo hicieron en leyendas que suenan y sonarán bien en cuartetas que marcan la epopeya, pero que sin maldad manifiesta desdibujan aquellos cercanos presentes de pasados gloriosos que se forjaran en llantos y persecuciones que muchos, para poder seguir, pronto aprendieron o se vieron obligados a olvidar.

Se adentró en el maizal unos cuantos metros más, mientras las espigas lo golpeaban ante su dubitativo avance. A los pocos metros comenzó a percibir con ojos gastados y pies perdidos en noches sin descanso, de simples sonrisas amenazadas, cómo aquellos de cuerpo de árbol, de sudor de tierra labrada, comenzaban a escapar de su persona al no reconocerlo en su raro ropaje coronado por confusa máscara.

Extendió la mano y los sintió diluirse entre sus dedos, los vio muertos a sus pies. Y por cada uno de estos caídos se comenzaban a manifestar otros tantos, que fluían de la tierra rica y lo rodeaban dejando el marco de grandes familias acabadas en la calamidad que en ese momento se estaba representando.

Recordó al Don de todos los Dones y en ese momento entendió el miedo de aquellos, sus fugas, sus luchas. Desde su mirada pequeña comprendió la profundidad de esa pelea que únicamente buscaba derechos elementales; sólo buscaba sonrisas de niños, tierra para labrar y mujer con la que compartir rancho y vida como dios manda, dios en su sentido amplio liberado de la falsa construcción de aquellos pocos siempre tan vigentes y permanentemente mencionados.

Pensó en todo eso y, una vez más, al verse en soledad en el sembradío se sintió parte de toda la calamidad; y mientras retrocedía asediado por el dolor de la quietud ante la terrible tormenta, sintió la mano que tomaba su hombro.

Giró, viró con todo su ser y su pipa, la que se había acoplado a la magia de esos últimos segundos de perplejidad, se desprendió de su boca.

Estaba ante Él. Liberó su máscara, soltó sus miedos, sus ansias y las ganas de hacer, y librado a la suerte del gran líder revolucionario comenzó a lagrimear. Él, sin abandonarlo, lo tomó de su brazo y más que emitir un sonido le señaló más allá del maizal, allí donde moran los ojos del lobo y sintió las llamas que todo lo devoran, que todo lo arrasan. El dolor le era conocido, los soldados habían llegado.

 

Se despertó con un fuerte dolor en el brazo, todo alrededor estaba donde lo había dejado la noche anterior. Se rascó la cabeza y mientras recordaba lo construido en su supuesto descanso, entre bostezos se incorporó. Pensó en aquellos hombres en el maizal escapando de Porfirio y sus zarpas y de todo eso que alimenta los ojos del lobo.

Pensó en Zapata una vez más y en todo su legado y todo aquello que debió dejar partir en nombre de su lucha. En ese instante el dolor se hizo un tanto más fuerte y recordó los primeros momentos en la selva durante aquellos difíciles años del comienzo cuando era acompañado por la genialidad forjada en cuerpo de mujer, que fue traicionada por su cuerpo, mas nunca por sus ideales. Traición que algunos, aún hoy, se empeñan en mal llamar cáncer y que, para él, fuera y sería un inmenso y colosal nombre enrolado en la lista de las grandes injusticias.

Se acercó a la puerta y, mientras terminaba de acomodar su pasamontañas, la recordó, como recordó a todos aquellos que fueron parte y ya no estaban. Se vio, una vez más, en el maizal asechado por nuevos Dones que, en algunos casos, ya ni caras se daban el lujo de portar. Se sintió sin cámaras, sin portadas, con el peso de ya no ser noticia para el mundo y con el cansancio del todo por hacer.

Lo difícil no es subir la montaña, alcanzar la cima. Lo que más cuesta entender es que la cima, a cortas o largas, no existe porque siempre quedará mucho más por escalar, pariendo vida, sufriendo muertes. Lo terrible es el después, que se tiñe, por lo general, en un todo de todos que olvidan de otorgar el “a veces” que necesita todo escalador para que no se deje de recordar que detrás de él se encuentra un hombre como cualquiera.

Relajó al hombre común que anida en su interior, se otorgó ese “a veces” tan necesario y sabiendo que el tiempo se llevó a muchos y trajo a otros tantos, miró a su alrededor y se sintió aún rodeado de un nuevo e inmenso maizal donde moran los cuerpos de árbol de sudor de tierra labrada.

Pensó en aquella gran Revolución y en esta nueva edad para estar revolucionado y, mientras acomodaba sus vestiduras de subcomandante -dejando una vez más de lado al simple hombre-, alcanzó a los suyos y, con la fuerza de la posibilidad de obtener imposibles de sueños cumplidos, se puso a trabajar en nombre de lo que muchos olvidan.

Lejos de Hollywood, más cerca de lo sentidamente justo, el grito se repite una vez más: ¡Viva Zapata, viva la revolución popular y todas las mentes libres de la América latina! Sin embargo, más allá, por fuera del maizal, el lobo asecha.

 

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