Por Isabel Hernández
Manolo querido: ¿cómo estás? No sé si puedes saberlo, pero hoy es mi cumpleaños. Hoy es el segundo día del mes de enero del dos mil catorce y cumplo sesenta años. Por estas dos razones me decidí. Me senté en el escritorio y me dije: tengo que escribirle a Manuel porque hace demasiado tiempo que vengo postergando esta carta y porque aunque parezca que todo está dicho siempre hay algo más que contarle a los muertos.
Muchas veces he tratado de no recordar pero siempre aparece algo y termina abriéndose un cajón; uno de esos cajones de la memoria que uno creía cerrado para siempre. Cómo te reirías si me vieras: aquí sentado en esta cama rotosa, casi sin colchón, rodeado de mugre y escribiéndote una carta por mi cumpleaños. O sea, festejando que estoy vivo. –Surrealista, hermano, ¡surrealista! -me dirías.
Te recuerdo como eras a los veinticinco años. No puedo pensarte viejo, ni a ti ni a los demás. Me veo y los veo a todos tal como éramos entonces. Tipos apasionados, vehementes. Vivimos la borrachera y nunca pensábamos que nos llegaría la resaca. No puedo pensarte viejo como yo, Manolo.
Te confieso que me he olvidado de muchas cosas, de detalles, pero no puedo olvidarme de algunos asuntos centrales, de esa ignorante sabiduría que terminó eligiendo el camino de la ausencia. Morir por una idea, Manolo. ¿Hay ideas justas? ¿Hay ideas injustas? ¿Hay luchas buenas y malas, o simplemente hay ideas y luchas, nada más? No sé si lo sabes, pero varios de los generales murieron, otros están presos, dicen, lo dicen varios de los ex compañeros que ahora gobiernan. Cómo te reirías si los vieras.
Como debes saberlo (en una de esas lo sabes, yo qué sé) empecé otra vida. Me fui del país y volví al país. Terminé de estudiar y comencé a trabajar. Me casé hace mucho, tuve dos hijos y los abandoné. No me casé con una compañera. ¿Te acuerdas de nuestras discusiones sobre ese asunto? Pero nada ha salido demasiado mal. Sería muy largo explicártelo.
Ahora que me duele un poco el culo de estar sentado sobre esta madera roñosa, me acuerdo de la historia de mi abuelo, el catalán. Yo no lo conocí, pero todos supimos de sus aventuras. Un hombre anónimo, hasta cierto punto, lo mismo que pasa contigo. El pobre viejo no tuvo la suerte de morirse en Collioure como Machado, ni que Serrat le escribiera una canción pero como tantos otros, cruzó su frontera y murió en Francia. Vaya uno a saber dónde está enterrado el abuelo, igual que tú.
¿Te acuerdas de aquella noche, cuando ya nos estábamos dando cuenta de lo que se venía? No teníamos un peso, pero no sé cómo nos conseguimos un vino de los mejores de aquellos tiempos. Fue un festín. Alegre, profundo. No hubo nada igual, Manolo.
Dime, ahora que todo aquello tiene otro sentido, decime la verdad: ¿todavía me tienes bronca?, ¿todavía no me perdonas porque no estuve con ustedes en aquella parada? Tú sabes que, en el fondo, ésta es la única razón de ser de esta carta. Dime: ¿todavía crees que soy un traidor? ¿Soy un traidor o soy un cobarde? O simplemente un pobre tipo. Un débil, como me decías. Manolo, tú me crees, ¿no es cierto? Mira cómo vivo…Yo no te delaté, ni a ti ni a nadie. Eso lo tienes que tener muy claro, hermano. Y ¿qué quieres que te diga? Eso a mí me deja muy tranquilo.
¿Sabes dónde estuve la noche de la redada? No me lo vas a creer. Esa noche estuve en un prostíbulo, Manuel. Ya sé que iba contra las reglas. Fue lo que fue. No tenía dónde meterme. Yo estaba en el baño, justo en el baño y borracho. Si no tenía ni fuerzas para follar. Sólo tenía miedo. Por el espacio que había debajo de la puerta, vi las botas militares. Por debajo de la puerta las vi, Manolo. Eran muchas. Si no fuera por una de esas putas, Susana creo que se llamaba, ella me salvó. Pero eso fue después. Mira, te lo voy a contar todo y de una vez. Tengo que largarlo todo. La cuestión fue que los oficiales volvieron a salir del baño apenas entraron, no sé por qué, y en eso entró Susana. Me venía a avisar, a decirme que saliera, según ella los tipos eran de rango y habituales del prostíbulo; yo no lo sabía, yo sólo les había visto los pies y ahí no llevan charreteras. El baño era una pocilga. De un lado había tres retretes escondidos detrás de las puertas, y sobre la pared de enfrente estaban los urinarios. No había ni un mueble donde esconderse, la ventana era muy chica y estaba muy arriba. No había escapatoria. Nos miramos con la puta Susana y los dos nos quedamos quietos, mudos. A ella se le paralizó la mirada, a mí el corazón. Atinó a cerrar la puertita del retrete y empezamos a escuchar las voces y las risas. Estaban muy cerca del baño y volvieron a entrar. Y ahí nomás, mientras meaban, hablaban y planificaban, iban ajustando algunos detalles, y yo tiritaba, sudaba, y lo escuché todo, Manolo. Para qué te voy a contar si tú lo viviste, esa misma noche lo viviste.
Yo no te delaté, hermano, pero tampoco te di el aviso. Ni a ti ni a nadie. Ahora ya lo sabes.
Estaba borracho, Manolo, y tenía miedo. Me quedé con la puta toda la noche y recién me di cuenta a la mañana siguiente.
Fue así. Ahora lo sabes. A mí también me arruinaron para siempre, hermano. Mira cómo estoy: ¿crees que esto es vida? Bajé a los infiernos y durante muchos años me sentí una mierda. Pero bueno, dejémoslo. No sé para qué te cuento esto, si no es por eso que te escribo. Ya no vale la pena. Te saludo Manuel y, aunque nos vamos a ver pronto: ¡mis recuerdos a los demás! Adiós, Manolo.