Dictaduras y golpes de Estado, número 23,Escribir para transformar

Cadáver insepulto

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Pterocles Arenarius

La ley sólo existe para los pobres; los ricos                                                                      y los poderosos la desobedecen cuando                                                                               quieren, y lo hacen sin recibir castigo                                                                                             porque no hay juez en el mundo que no                                                                                          pueda comprarse con dinero.

Donatien Alphonse Françoise, Marqués de Sade

Yo vivía en la calle de Juan de la Granja, en una de las orillas de la Candelaria de los patos. El lugar de juegos, centro deportivo y parque de diversiones de los niños que habitábamos las cinco vecindades de Juan de la Granja era la calle de Auza, perpendicular a la otra. Ahí jugábamos futbol, canicas, beisbol, quemados, hoyos, burro en sus diversas variantes (corrido, tamalado, castigado) y también peleábamos con alguna frecuencia. Éramos la pandilla del barrio de la nueva generación y teníamos entre diez y doce años. Aquél era un día de vacaciones del calendario escolar. Yo buscaba a mis amigos el Neto y el Melo, que vivían en la escuela Juan de la Granja, precisamente en la esquina de la calle de ese nombre y la de Auza.

Me trepé en la puerta metálica del zaguán de la escuela, pisando sobre los adornos de metal forjado. Les grité. No salieron. De pronto vi que un policía, tamarindo ―que así los llamaba la gente por el color del uniforme y eran, formalmente, los encargados de vigilar y regular el tránsito de vehículos― se acercaba a mí. Peligrosamente, cada vez estaba más cerca. Un niño casi vagabundo, desconfiado, astuto y conocedor de los peligros, no iba a confiar en un policía tamarindo (a mis diez, quizá once años, sabía con claridad completa que todos los policías, todos, eran ladrones, los tamarindos tenían, en realidad, el encargo de extorsionar a todo aquel que manejara un vehículo automotor). Y menos podía confiar en un policía que se me acercara puesto que lo veía con más que clara evidencia que estaba embriagado.

Rápido, con mis 35 kilos y mi agilidad de buen futbolista callejero, me bajé de la puerta y salí corriendo para huir del tamarindo borracho.

Corrí por Auza. El policía me persiguió, pero yo era mucho más veloz. Llegué a mi vecindad, a unos 60 metros de la esquina de la escuela. Me metí corriendo y me refugié en el excusado colectivo de la vecindad. Me subí con los pies sobre la taza para que si se asomaba por abajo del cobertizo con bisagras que dejaba ver pies y cabeza de quien estuviera adentro, no me viera. Desde una rendija lo miré llegar a media vecindad, ebrio, enrojecido, un poco tambaleante, miraba a la gente de la vecindad con sus inyectados ojos de bútago retador. Miró para allá al fondo de la vecindad, nada. Miró para acá, ¡donde yo estaba!, nada. Miró para afuera y lentamente se fue caminando hacia afuera de la vecindad, hacia la calle. Suspiré aliviado. Dejé pasar un tiempo pequeño, demasiado pequeño. Debí esperar más, pero tenía miedo y urgencia de meterme a mi casa. Salí y ahí estaba, esperándome. Ya no pude hacer nada. Me agarró y me cargó como si fuera un chivo, bajo su axila. Así era de fuerte o así estaba yo de flaco.

Y me llevaba como su botín. Las mujeres de la vecindad vieron todo. En menos del tiempo que le tomó llegar a la entrada de la vecindad ya le habían avisado a mis padres: “¡Un policía se lleva a Chucho!”. Cómo que un policía, ¿por qué? “Lo agarró a media vecindad y se lo lleva cargando”. Ah, carajo, pues qué estará pasando, qué haría o qué, pues…

Mi madre me arrebató de brazos del policía degenerado y mi padre le asestó un poderoso cruzado de derecha que casi lo derriba. El policía era un hombre alto y fuerte. Mi padre era de pequeña estatura, 1.65 metros si acaso. Un gran chingadazo hizo al tamarindo retirarse sin más explicaciones.

Fue la primera vez en mi vida, a los once años, en que me encontré frente a frente con La Bestia.

Hablo de La Bestia, porque sé que quienes han vivido bajo la opresión de una dictadura saben bien de qué hablo cuando me refiero a La Bestia. Es el “derecho” de violar, como ese policía iba a hacer conmigo. ¿Para qué quería llevarme cargando ese tamarindo borracho?

Habían pasado quizá cuatro años y, como un buen adolescente de barrio bajo, me encontré en la otra esquina de mi calle, donde Juan de la Granja se encuentra con Corregidora, bebiendo cerveza a pico de botella. Era una caguama que, en aquellos tiempos, tal denominación era curiosa novedad (dicen que debida a Monsiváis). Estábamos Gregorio, renombrado el Oso y Joaquín, el Negro, Padua. Yo le había dado dos tragos a la cerveza y me encontraba un poco ebrio de manera más que prematura. De repente, de la nada salió un sujeto de gabardina blanca prácticamente en medio de los tres: “Esos jovenazos, saquen la bachita”. Yo iba a contestar con un estúpido candor autoincriminatorio, pero el Oso, se me adelantó y con astucia dijo “Cuál bachita, señor, aquí no hay nada”. En un instante aparecieron otros tres sujetos que, sin más, comenzaron a trasculcarnos. En el bolsillo me encontraron el destapador de cerveza que incluía tirabuzón sacacorchos. “Con esto puedes matar a un cristiano, vas pa’rriba, chamaco”, me dijo el de la gabardina blanca. Y me subieron a una camioneta sin placas ni logotipos policiacos.

Alguno de los que estaban fue corriendo a avisar a mi madre. Era un sábado, porque ella estaba planchando y salió corriendo sin enfriarse, a riesgo de agarrar un mal aire, para rescatarme de las manos de los representantes de la dictadura que, desde fuera de la ley, han violado los derechos de las clases pobres de México por décadas.

Mi madre llegó a llorarle al sujeto de gabardina blanca, policía secreto, como se estilaba en aquellos tiempos. Yo estaba ebrio arriba de la camioneta y me sentía tan mal como nunca me había sentido en mi vida. Borracho y oyendo a mi madre lloriqueante, suplicarle al terrible hombre que me había detenido por traer un destapador de cerveza con tirabuzón. El hombre repetía “Es que con esto puede matar a alguien”. Con una prepotencia odiosa, con una actitud de generoso perdonavidas le dijo a mi madre “Bueno, ya llévese a su hijo. Pero cuídelo más, porque para la otra sí nos lo cargamos”. Me daban ganas de que mejor me llevaran a la cárcel antes que “ser beneficiado” por tan pútrida generosidad.

La policía era una plaga criminal, una maldición del diablo, una invitación al abismo ―matar a un policía era un bello ideal, incluso arrostrando persecución, tortura, cárcel―, para los jóvenes y adolescentes que crecíamos en la Bella Cande. No pocos de los que fueran mis amigos de la primera juventud murieron en manos de la policía o bien dieron en la cárcel con sus humanidades o, la peor de las maldiciones: se convirtieron en eso que fuera su tortura, su demonio en este mundo, su odio; se convirtieron en policías corruptos, ladrones, extorsionadores, alcohólicos-gordos e ignorantes y criminales.

Mi suerte fue formidable. A pesar de haber sido detenido por besar a mi novia en la calle, por mear en público, por estar borracho en una calle solitaria, por ―esto será muy difícil de creer― por caminar demasiado rápido, pues según dijo el patrullero que me detuvo y me subió a su vehículo, era muy sospechoso caminar así. Por ingerir bebidas alcohólicas en la calle me detuvieron ―objetivos de extorsión― muchas veces. Por mentarle la madre a Carlos Salinas fui hecho prisionero un par de ocasiones; por pegar carteles primero del Partido Mexicano de los Trabajadores, luego, años después del Frente Democrático Nacional. En fin. Sin embargo, repito, mi suerte fue formidable, porque aunque fuera detenido cuatro o cinco veces por año, no permanecía prisionero en poder de la corrompida autoridad más de 12 horas; y en los mismos tiempos hacía mis estudios de bachillerato y después de licenciatura. Y conforme avanzaba en consciencia social y conocimiento, obviamente, mi percepción de lo que es y significa la policía, el rostro del régimen, se fue modificando hacia un refinamiento cada vez mayor.

Desde la adolescencia noté que la justicia operaba de manera más que rigurosa contra los pobres. Jamás contra quienes ostentaran riquezas o influencias poderosas. Los que podían pagar la “justicia”, en la práctica, estaban autorizados a delinquir sin cortapisa e incluso a asesinar.

La justicia mexicana es una tiranía contra los humildes. Y es la más feroz dictadura contra los opositores al régimen. Contra los pobres aplica un rigor casi sin límite, la injusticia cotidiana, la brutalidad policiaca, la extorsión como sistema de trabajo. Contra la delincuencia tienen muy sus diferencias. Los delincuentes que actúan motu proprio pueden ser consentidos, incluso alentados y hasta protegidos, si entregan parte de sus ganancias a policías, ministerios públicos y jueces.

Los políticos jamás serán molestados ni reconvenidos ni siquiera señalados por sus raterías ni sus crímenes, excepto si hay una consigna que venga desde más arriba en su contra. Y ni hablar si es desde arriba ―leamos desde la presidencia de la república―: entonces el rigor de la justicia será implacable. Sin embargo, para ellos suele haber misericordia. Llegan a perdonarse.

Para quienes no hay piedad es para los opositores a este régimen. De forma sumarísima se les condena a muerte o a desaparición forzada. Crímenes dignos del Tercer Reich se han cometido contra los que se enfrentaron al gobierno. A veces, por la denuncia, la lucha organizada, sólo sufren la cárcel.

El sistema ha sido indeciblemente astuto para permanecer entronizado en el poder público. Es sin duda asombrosa su capacidad para aferrarse ―como lo haría un náufrago con su tabla de salvación― a los beneficios del poder. Han corrompido hasta los cimientos la vida política de la nación. Han comprado (casi) a todos los políticos y a las organizaciones en donde haya gente dedicada a la política. Han entregado el país al extranjero como si fuera de su propiedad. Han destruido con toda consciencia la educación.

Han sido la más feroz dictadura porque son capaces de decir en el extranjero que en México se vive una democracia, “con todos los defectos de los regímenes de tal índole, pero democracia al fin”, cuando son una satrapía que sirve, con todo descaro, al poder imperial.

Y cuando ha habido iniciativas que los han amenazado con expulsarlos del poder político, con un cinismo que espanta, gritan que “Todos los políticos son iguales. Que todos son corruptos y ladrones por lo que no hay salvación”.

Así, una nación que ha contado ―aunque cada vez menos― con descomunales riquezas naturales, con múltiples privilegios que el azar natural le otorgó (todos los climas, miles de kilómetros de costas, millones de hectáreas de suelo fértil, no menos mar territorial, inagotables yacimientos petroleros, plata, cobre, oro, etcétera) se debate en la monstruosa situación de ver a treinta millones de sus habitantes sumidos en una miseria muy cercana a la hambruna y otros setenta millones que viven en una pobreza apenas soportable.

La dictadura mexicana, con vigencia ―durante dos sexenios disfrazada de azul― durante ya casi noventa años (aunque con una milagrosa salvedad, el periodo de gobierno del general Lázaro Cárdenas) se ha regido por tres objetivos para el ejercicio de su gobierno: Uno, el robo sin límites al erario. Dos, la mentira como sistema de comunicación con los gobernados. Tres, la supresión de los enemigos del régimen por asesinato directo, desaparición forzada, encarcelamiento sin pruebas, expulsión del territorio nacional o el cese laboral. Según el sapo del costo político es la pedrada del atentado.

Pero La Bestia murió con uno de sus más bestiales crímenes. Como régimen murió el 2 de octubre de 1968.

Pero sigue, muerto insepulto, al mando del gobierno. ¿Qué es una bestia muerta?: un montón de carne agusanada, pestilente, abominable, en proceso de descomposición. En su interminable proceso de putrefacción han contaminado a todo el país. Y el desmantelamiento ―la descomposición― de nuestro país lo hemos presenciado mirando el rostro de La Bestia insepulta que se transfigura en padre benévolo para los menos, cínico consentidor y obsecuente para los millonarios, despiadado saqueador para la mayoría y el demonio, el exterminador, la bestia de fauces sangrientas para los que se le oponen.

Voy viajando y veo que una patrulla detiene a un automovilista en la solitaria carretera, en la noche. ¿Será para ayudarlo? ¿Será para darle orientación y consejo? ¿Será con la finalidad de brindarle indicaciones para su protección? No. Es para extorsionarlo. Es un robo en despoblado.

Hoy soy un viejo profesor. Tengo hijos que no vivieron en el barrio bajo y van a la universidad. Pero las condiciones de mi país no han cambiado, sino al contrario, son peores. El cadáver insepulto ha encontrado la manera de continuar su proceso putrefactivo ensanchándolo hacia todos los puntos de la nación. Lo que se mostraba en embrión hoy es horrenda realidad. El país se despedaza, la consciencia colectiva está desmembrada. Lo peor de los políticos se entregaron a La Bestia, por comodidad, por cobardía, son los gusanos que tratan de acelerar la descomposición.

Pero, aunque atomizado, el descontento que aglutina a los que no han sido alcanzados por la podredumbre, los que hemos sido perseguidos, a los que hemos sido robados por años, los que hemos sido oprimidos, explotados y ninguneados, se siente en el aire, La Bestia se sabe, se siente acorralada y, como nunca, se muestra amenazante, con una hipocresía y una brutalidad que sólo pueden ser producto del terror de que la gran rebelión que con millones de mañas han pospuesto por décadas, los barra, los borre de la historia, fingen seguridad y aseguran que conservarán el poder.

El régimen con el rostro agusanado, pestilente, podrido hasta los huesos aspira a descomponer a todo el país. Si no eliminamos al cadáver nos pudriremos todos.

Cadáver insepulto- Héctor Mateo
Cadáver insepulto- Héctor Mateo
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