Por Marcos Núñez Núñez
Nació en la plegaria de una pena
bajo un árbol derretido
al coro de los gallos.
Camila Cienfuegos creció sin madre,
andando su lujuria por los campos.
Se apoderó del baile
que augura la erección del tubo,
marchó por tenues luces
y encendió los suspiros de la luna.
Labios del dinero se encantaron,
fueron cautivos en la noche de sus ojos,
en el averno de su muslo.
Ardieron recámaras de senadores,
sacristías,
el drogado judicial,
todos soñaban encender su mecha
en la humedad de su boca.
La vieron ajustar corbatas a los perros
y yo la vi junto a gorilas amaestrados.
Quise emular la gloria de esos monstruos
y pensé que un poema era bastante.
Pero la hoja se arrugó en la injuria
De la miseria de mis bolsas
y la puerta azotó mi nariz.
Cierta medianoche
un auto sombrío se la llevó
y ya no la vimos pasear
por el suspiro de las calles.
¿Qué pasó con los cien fuegos?
¿Quién me había quitado a Camila
y su adorada intransigencia?
El tiempo a veces debe retractarse.
Camila amaneció en un valle
entre lágrimas y polvo,
su cuerpo discurría indignación,
gusanos compartidos
por otras indignaciones
de mujeres hechas polvo.
¿Quién?
¿Por qué?
Las misóginas cruces
que pueblan la frialdad
son rabias del llano
que estrangula mi país.
Las misóginas cruces
son lágrimas del tiempo,
la espera de mujeres vivas
que reclaman respeto.
Hasta hoy
el cielo tiene vergüenza.
Nadie hace nada.