Por Cristina Validakis (Buenos Aires, Argentina)
Las ciudades deambulan sus máscaras
y el egoísmo humano
desfila su maquiavélica sonrisa
de metal.
¡Ah… las ciudades!
Las grandes, las majestuosas
esculturas vivas.
Son una trampa mortal, sus callejuelas,
y ese silencio,
esa mixtura de aromas rancios
y apetitosos platos,
y el veneno de los caños de escape
y el polvo insidioso que se adhiere a la piel.
¡Ah, las ciudades!
Las grandes, las majestuosas
con sus epitafios de neón
y sus señuelos en carteles.
En esta Babel donde nadie mira,
donde me confundo con sombras extrañas,
la dulzura es un fantasma
que no tiene piedad con los más débiles
y los envuelve en su manto
de frío ancestral
y muerte.
Arrastro mis pies por el asfalto
resquebrajado de pobreza
y miro sobre el hombro, porque
no vaya a ser que esa pobreza
asalte mis bolsillos.
Los pasos que me siguen
sólo son el eco avariento de los míos.
¡Ah, las ciudades!
Con sus monstruosas garras de sonidos.
Me calzo la máscara de seguridad
y sigo andando bajo los tejados humeantes
de perpetua soledad.
La calle aúlla metales y vomita espantos.
Es casi perverso sentirse sola
entre tantos
o víctima de su grandeza de hielo,
de la trampa mortal
y de los rostros desconocidos
que esperan en cualquier esquina.
¡Ah, las ciudades!
Y por un momento, mientras apuro el paso
en la incertidumbre de este reino
de solitarios zombis
que esgrimen sus poderosas tarjetas,
tiemblo.
Tiemblo ante la piedra.
Tiemblo ante la noche.
La ciudad es una sombra de hollín
herrumbre y abandonos
con luces led y lujos ajenos.
Un hálito frío brota en las rendijas
de sus fauces de hierro
mientras gruñe un lobo hambriento
bajo el cemento.
¡Ah… las ciudades!
Ese mar de miedos eternos
donde algunos sueñan
y siembran ambiciones, pero también
donde muchas veces
se mueren las flores.
Muchas gracias por elegir el poema!!!!
Me encantó tu poema!