Por Miguel Cruz Espíndola
Cada golpe duele un poco menos, cada intento de tortura por información es un poco menos efectiva. Nos quitaron todo en esa noche, no tengo los sentimientos necesarios para que sus técnicas de terror funcionen, para que el dolor pueda hacerme decir lo que ellos quieren escuchar.
—¿Quiénes son los lideres? —No entienden que sus tiempos terminaron, no entienden que nuestro trabajo jamás será como el de ellos, quizá por eso están tan asustados, están frente a lo que no entienden.
—¿Y las armas? —preguntan.
—Jamás tuvimos armas. —contesto.
—¿Entonces quien chingados le disparó a los militares?
—Pregúntele al señor presidente. —Mi ultima respuesta fue silenciada con un golpe al rostro como si acabara de insultar a su Dios, quizá así sea.
De regreso a las celdas, no hay más espacio que el estrictamente necesario para cualquiera de nosotros. Las crujías son tan pequeñas que sus paredes ya conocen nuestros más íntimos secretos. Nada es personal, ya no existe la privacidad.
Al regresar todos los demás te observan como si temieran que les hubieras dicho algo, pero no puedes decir nada sobre lo que jamás pasó. No fuimos un movimiento pagado o financiado con ningún fin diferente u oculto, no lo fuimos.
***
Cada día los interrogatorios siguen, tienen la esperanza de quebrar nuestro espíritu y conseguir entonces la información que les obligan a obtener. La noche del dos de octubre tuvo que haber transcurrido bajo la más estricta cotidianeidad, incluyendo enfrentamientos con granaderos que ya eran parte de lo cotidiano.
Helicópteros y bengalas, francotiradores y militares, universitarios y ciudadanos en general, el pueblo se vio vivo por primera vez en años. Nos enfrentamos al poder de una seguridad que dejo de ser pública, para convertirse en privada, al servicio del señor presidente. Ese día todo cambio, fue el día que al morir comenzamos a vivir y en el que los dinosaurios al mostrar su poder se suicidaron.
—Tus compañeros ya nos dijeron lo que queremos escuchar, te damos la misma oportunidad a ti.
—No tengo nada que decir que les pueda interesar a ustedes. —A cada respuesta mía, le sigue un golpe de ellos, ese es el ritual que he aceptado.
—¿Fuiste parte de la marcha del silencio? —preguntan.
—Si. —Claro que fui parte de la marcha del silencio, no podría olvidar ese día, aunque lo intentara.
Todas las comunidades universitarias marcharon juntas ese día en un silencio absoluto, le demostramos al pueblo que no éramos nosotros los provocadores. Demostramos nuestro punto, demostramos que: “El silencio es más elocuente que las palabras que acallaron las bayonetas”.
—¿Tuviste otra intensión al ir a esa marcha?
—No. —Esa fue, la única mentira que les dije a mis entrevistadores en toda la estancia en el palacio negro, pero fue una mentira piadosa.
Días antes conocí a Andrea, entusiasta del movimiento, nunca tuve bien claro su puesto o función en el comité de huelga, pero siempre pensé que era el motor, el ánimo.
Estábamos siendo parte de una verdadera revolución, era cultural, era pacifica, era intelectual, pero una revolución a fin de cuentas y ella nunca dejo de sonreír. El día que la conocí vestía el uniforme blanco que los estudiantes de medicina se enorgullecen en portar, el ultimo día llevaba unos pantalones deslavados y un suéter bicolor blanco y negro.
Esa fue la única mentira que les dije, aunque ella se empeñara en mantenerme en el mas estricto de los silencios, yo si tenía otra intensión en la marcha; conocerla. Andrea recorría los contingentes en la marcha y repartía pañuelos para tapar la boca de gente como yo, la cual seguramente no podría haber aguantado el silencio de otra forma. Yo regalaba mi pañuelo solo para poder ir con ella y conseguir otro, a cambio cada vez recibía de ella una sonrisa de complicidad al haber descubierto mi plan.
***
Entrar al palacio negro es renunciar al mundo real, al mundo que se conoce y que, aunque no es necesariamente bueno, es mejor. Es descubrir un mundo de dejaciones, humillaciones e impotencia.
Ellos se divierten a nuestra costa, son animales a los que no les pagan por maltratarnos física y emocionalmente, es un premio para ellos por haber sido buenos cachorros del señor presidente.
—¿Con quién fuiste a Tlatelolco?
—Con nadie. —conteste
—¿Estabas solo en la plaza?
—No, nosotros no estábamos solos. —Respuesta incorrecta para ellos, sus golpes me lo hicieron saber, pero era cierto, no estábamos solos esa noche en la plaza de las tres culturas, nos teníamos a todos.
Ese día vi a Andrea pocos segundos, justo antes de que las luces verdes cayeran y el desastre comenzara. Algunos dicen que Andrea pudo escapar o que fue una víctima más de las avalanchas humanas que ahí se formaron, incluso algunos dicen que vieron como le dispararon y cayó.
Yo no se a ciencia cierta que paso con Andrea esa noche y por mi propia salud mental dentro del palacio negro, jamás quise pensarlo demasiado.
Ahí dentro debíamos ser fuertes, no tuve tiempo ni de llorarle.
***
Después de algunos meses de la misma rutina, se aburrieron de nosotros, nos dejaron a nuestra suerte en Lecumberri.
No tuvo que pasar mucho tiempo antes de que nos dejaran ir, todos dicen que ese día salimos, pero yo no, yo recuerdo haber muerto dentro, mis recuerdos, los sonidos, mis pensamientos de lo que pudo haber pasado, me mataron.
Al recostarme sobre la almohada me sigue costando conciliar el sueño, me sigue pareciendo que, de un momento a otro, la gente que quiero podría ser arrebatada de mis manos. Al recostarme sobre la almohada cada noche los recuerdos se empeñan en aparecer, recuerdos que daría todo por poder eliminar.
Y al cerrar los ojos, la sigo buscando, entre la gente, entre los contingentes, busco a esa persona que me dará un pañuelo con el cual pueda garantizar mi silencio y con mucha suerte, ver su sonrisa siendo mi cómplice otra vez.