Por Gabriel Velez Calle
(Colombia)
Trece años tenía Erasma del Dulce Amor cuando su padrastro la repudió por haber nacido sin pecado original.
—Está poseída por las impurezas de la tierra— mintió.
Así que la internaron en el lazareto de San Buenaventura, gobernado por la misma comunidad religiosa que la acogió cuando fue abandonada en la pila bautismal por su madre a quien la partera le aconsejó no tocarla y envolverla con hojas de limón agrio que amarran los deseos oscuros. Sólo que esta vez las monjas vigilaron que su cuerpo encantado no les contagiara el aroma lujurioso que dormía en el fondo de su piel cristalina.
La dejaron en la habitación de las suplicantes, junto a las capillas, protegida por sor Nazarena, hábil en martirios e inmune a los venenos corpóreos, pero acostumbrada a los rigores penitenciales. Todos los miércoles a la madrugada le quitaba la mortaja para purificar con las ascuas del cilicio los perfumes abominables de su vientre.
Tres años duró este camino redentor sin que sor Nazarena pudiera hacerle entender a la niña las verdades de la Gloria Celestial hasta el día en que no pudo cumplir el culto del tormento porque había sido cosida a su estera de mimbre con alambre verde
Cuando las novicias preparaban las abluciones de la Cuaresma la encontraron muerta atiborrada con rosarios sacramentales. Nadie se atrevió a hablar del horror y en silencio enjuagaron mordiscos y ungieron las heridas de su cuerpo desolado con aceites sacrosantos mientras la madre superiora ordenaba los asuntos para que la niña fuera desterrada de la Casa Divina. Con temor a sufrir la peste de delirio, la bañaron con jabón compostelano, le ciñeron a la garganta el escapulario trinitario que ahoga la concupiscencia y se la encomendaron a un pastor mañoso en exorcismos y fascinaciones terrenales, para que la liberara del demonio de su pura belleza.
Pero la niña jamás llegó hasta los confines del perdón porque en el aire tibio de los amaneceres costeños al ir cruzando las marismas del legendario río Sinú, percibió un olor animal. Supo entonces dónde estaba el remedio contra los conjuros del limón agrio.
Los pocos viajeros que la vieron descender del autobús cuentan que ardiendo como una vela se fue caminando por el aire entre las chispas de los cocuyos hacia los papayales de San Antero donde recordaba que su primo Hermenegildo Arcángel soñaba esculturas orgánicas con los totumos de la ciénaga.
— ¡Vine pa’ quedarme! — le dijo cuando lo encontró.
Y ese fue el principio de las cosas eternas… quizás porque Hermenegildo sí supo invocar debidamente los deseos benditos de la carne de Erasma del Dulce Amor.