Por: Abraham Martínez González[1]
Resumen
Cuando se habla de las y los jóvenes desobedientes desde la cultura dominante se les clasifica o estigmatiza. Políticamente insurrectos, desprovistos de toda idea de futuro, son mostrados en la sociedad como lo inacabado, lo imperfecto acaso, no sabiendo los que enjuician que los jóvenes, los estudiantes específicamente, son un espejo que intenta reflejar algo a la misma sociedad. Sujetos que desobedecen, pero ¿será que tienen las razones suficientes para hacerlo? Desde una lectura psicoanalítica y crítica, pero sobre todo, escuchando su discurso, nos sumergimos en una visión diferente y alternativa de atender la demanda de los jóvenes estudiantes, que en su manifestación política y artística dejan ver una propuesta de ser que no pretenden reconocer el adulto y la cultura.
Palabras clave: Estudiantes, desobediencia, “oídos sordos”, cultura de la simulación, Ayotzinapa, violencia.
Desobediencia inmanente
¿Qué significa la desobediencia? Obedecer y escuchar, tienen en latín la misma raíz etimológica: ob-audire y obeodire que en la tradición hebrea hace alusión a la escucha atenta y de corazón hacia Dios, se trata de alguien íntimamente relacionado con la obediencia para con dios. En este contexto, el que des-obedece, es alguien que ni oye ni está a merced de la voluntad de otro, sea éste un dios, un sacerdote, un político o quien sea que ostente un título de autoridad incuestionable. Y en una clara ilustración de la vida política en nuestro país, el movimiento estudiantil Yo soy 132[2], dejó ver hace algunos años la urgencia de los jóvenes por desobedecer al político mentiroso, cuando en una visita de Peña Nieto a la Universidad Iberoamericana, se le impidió tomar la palabra y hasta se le hizo salir corriendo del recinto, entre chiflidos y gritos de rechazo. Los estudiantes no estuvieron en el lugar para oír las promesas de un México mejor, de lo que vendría, que ahora como sabemos, resultó en más violencia, estaban ahí para no oír, hacer saber que no se quieren seguir oyendo las mentiras, las falacias que sólo aumentan el malestar en la sociedad, lo cual Freud expusiera en su célebre texto, El malestar en la cultura (1930).
En la clínica psicoanalítica con adolescentes, escuchamos la misma desobediencia al mundo adulto, al de los papás que supuestamente quieren lo mejor para sus hijos, y con ese discurso los obligan a ir a misa, por ejemplo. Una paciente joven decía: cuando vamos a misa los domingos, yo le pido a mi mamá que me deje quedarme afuera, que ahí la espero, porque si entro me mareo, me pongo mal. Las reprimendas no se hacen esperar, el síntoma no se escucha y por supuesto, tratándose del ámbito religioso, una desobediencia es inaceptable. Otro joven paciente manifestaba el grado de injusticia que decía sentir ante la cerrazón de las autoridades escolares, que habían optado por no dejar jugar a los alumnos en las canchas recién pintadas porque en pocos días tendrían la visita de alguna autoridad. Si no nos van a dejar jugar, entonces para qué ponen las canchas, decía molesto. La desobediencia en los escenarios escolares es tal vez donde mejor se aprecia.
Entonces, ante la cuestión de por qué la desobediencia, diríamos ahora que un fuerte impulso para desobedecer radica en los “oídos sordos” del mundo adulto ante las demandas de los jóvenes, ante el silencio de los sentimientos que experimentan y que requieren de alguien más “diestro” que sepa escuchar. El adulto enajenado en la cultura de la perfección y de la eternidad, pareciera no interesarse de esos temas; de su deseo, de la terminación de su vida. El adulto de la posmodernidad se aleja del adolescente porque no tiene tiempo de confrontarlo, en el sentido que Winnicott (1971/2008) planteara[3], y tampoco desea cuestionarse sobre su existencia y en específico sobre el tema de la sexualidad, pues de hacerlo, mostraría la vulnerabilidad, es decir, lo humano. ¿Y cómo va a aceptar la vulnerabilidad el sujeto de la cultura del “todo se puede”, del “no te preocupes”? A este respecto, el tema de la sexualidad como expusiera Foucault (1970) es la panacea de las sociedades vigiladas, porque lo que se vigila y se castiga son los usos que se le dan al cuerpo, y cuando estos perturban por la presencia del ars erótica, surge el fantasma de disociación del cuerpo social, fenómeno que sabemos, es de gran importancia para los jóvenes que en sus manifestaciones desde y para el cuerpo, además de desobedecer, proponen otras maneras de posicionarse como sujetos deseantes, y eso es de lo que no quiere hablar el mundo de la cultura de la simulación.
Los oídos sordos
Ante esas condiciones culturales, el sujeto no puede hacer oídos sordos. Los jóvenes como tales, como sujetos que pulsionan, que desean, se disparan a las calles a gritar lo que la sociedad pretende callar, por miedo o por horror a lo que hacen sus gobernantes. Estos seres casi míticos, como señalara Roszak en su legendario texto El nacimiento de una contracultura (1970), al referirse a ellos como centauros, construyen un discurso que deviene precisamente del acontecimiento que los atraviesa en tanto sujetos sensibles y ante el cual son capaces de manifestar el malestar que todo mundo experimenta pero pocos se atreven a dar sentido, darle un registro simbólico, es decir, hablar de ello, a través de las mismas palabras en el discurso político, en la reunión de los integrantes de alguna sociedad estudiantil, o en su caso, alrededor del arte en sus diferentes expresiones. Como muestra, tenemos los hechos de Ayotzinapa que han adherido a las manifestaciones en muy buena medida; jóvenes estudiantes que se han sabido expresar, se han organizado de una forma nunca antes vista. Las marchas, los eventos creativos que intentan hacer resonancia en la población son fiel espejo de lo que habita en los jóvenes: imaginación, sentido de justicia y libertad en medio de la demanda que se le hace al Estado de responder por su crimen.[4] En ese caso, los jóvenes ofrecen una visión del acontecimiento a través de sus propios ojos y sus discursos. Vale la pena tener otro relato, uno alternativo.
Los estudiantes con su desobediencia están generando desde hace años una cultura de protesta que, siendo de corte contracultural, pretende resonar ante los oídos de los adultos y, por qué no, de los niños y ancianos también, como ellos aseguran. En México no fue pasajero el protagonismo que adquirió el estudiante desde los años sesentas. La vida social supuestamente en orden y en paz se vio afectada por un despertar de la comunidad estudiantil de diferentes preparatorias y universidades, en cuanto a la exigencia de justicia e igualdad, asimismo, la demanda como en varias partes del mundo por la apertura del conocimiento. El 2 de octubre de 1968, México conoció lo que el Estado es capaz de hacer con los individuos que se rebelan en contra de sus órdenes. Un lugar como la plaza de Tlatelolco quedó en la memoria de todo mexicano como una gran escena dramática donde no hubo batalla alguna, sino una matanza a favor del silencio. Ante la incapacidad de los gobiernos de enfrentar la estridencia y la rebeldía del joven estudiante, en este caso, “lo mejor” fue asesinar. Como en una homología a lo que pasa en la medicina; si un órgano no funciona, es menester extirparlo para que no afecte otros órganos, sin tomar en cuenta que ese órgano, supuestamente descompuesto, está así por alguna razón, algo está diciendo y esperando ser escuchado por el que se supone puede soportar lo no dicho, el que tiene la experiencia y la capacidad de hacerlo: el adulto.
Pero retornemos a los años sesentas del siglo pasado, no olvidemos. Se han escrito muchos textos al respecto, varias películas nos muestran una realidad que en su momento no fue considerada. Pero en general, 1968 en México representa una demanda de educación y libertad de expresión, que fue figurada por los estudiantes y la cual, por cierto, nunca se desgasta sino expresa, revela y se desempeña contra el tiempo (Gutiérrez, 2006). Ante sus voces, el político responde con represión y violencia. Y ¿no es eso lo que se repitió en Ayotzinapa? Las consecuencias ante los oídos sordos del mundo adulto, la desaparición forzada, que podemos interpretar como una manera cruel de negar al estudiante, al significante “joven”, que implica desconcierto, lo no normado ni controlado. Mejor desaparecerlos, desfigúrales la cara, la identidad. No querer saber de ello; un “ello” que nos remite a la teoría tópica de Freud (1923) sobre la instancia psíquica del Ello, que relacionaba con la cuestión pulsional: el sexo y la muerte, es decir, lo que subyace en el registro de lo inconsciente. Temas que la cultura de la saciedad, de lo vertiginoso, del “no pasa nada”, no quiere saber. Pero, ¿de qué otra cosa, si no de muerte y de sexo pretende hablar el joven, el estudiante? Son sus preocupaciones, precisamente, la clínica lo comprueba, y el asfalto de la ciudad resiente esas voces, esos gritos. Por lo tanto, parece que será algo con lo que el mundo “adulto”, la cultura de la simulación, tendrá que lidiar por mucho tiempo, al menos hasta que no se quite la máscara y voltee realmente a escuchar y confrontar simbólicamente lo que el joven estudiante está gritando.
Referencias
- FOUCAULT, M. (1970) Vigilar y castigar. España: FCE
- FREUD, Sigmund. (2001) Obras completas. Argentina: Amorrortu
- (1923) El yo y el ello. Tomo XIX
- (1930) El malestar en la cultura. Tomo XXI
- GUTIERREZ, Ivonne. (2006) Entre el silencio y la estridencia. La protesta literaria del 68. México : Aldus
- ROSZAK, Theodore. (1970) El nacimiento de una contracultura. España: Kairós
- WINNICOTT, Donald W. (1971/2008) Realidad y juego. España: Gedisa
Revista Proceso. (26 de octubre 2014) No. 1982. El terror de Ayot
[1] Psicoanalista, miembro de Espacio analítico Mexicano, docente de nivel secundaria y superior. Contacto: amstoa78@hotmail.com
[2] Surge un 11 de mayo del 2012, como contra respuesta a la evidente toma del poder de manera impositiva de un presidente, en medio de un gran fraude electoral.
[3] En el texto Realidad y juego, el autor plantea la importancia de que un adulto se haga cargo del adolescente en tanto la guía de alguien más experimentado para el paso por tan difícil etapa, acompañándolo y confrontándolo en el sentido de hacerle frente desde un conjunto de ideas y posturas adultas que lleven al joven a la siguiente parada: la adultez.
[4] Palabras del artículo: El Estado tiene que responder por su crimen de la Revista Proceso No. 1982. El terror de Ayotzinapa.