Por Gaspar Gutman
El enfermo mental tornaba sus ojos ante el abrazo del sol. Ojos desorbitados, temerosos, que acechaban la pequeña ventana. El sol luchaba por entrar por esta pequeña abertura y dejar un legado rayo de luz en esta oscura caverna de hierro y barrotes. Le era difícil al enfermo mental mantenerse en las puntas de los pies para observar el sol que las paredes de concreto censuraban. Pero no le importaba maltratar sus pies para sentirse vivo unos minutos. Hasta el condenado disfruta un rayo de sol que lo hace renacer. El resto del día, postrado en la oscuridad, rascaba el limbo con sus largas uñas. Pero sus pies seguían en la tierra. La fantástica atmosfera de agonía, felicidad y horror se esfumó cuando el policía que custodiaba su celda le informó que vendría alguien a interrogarlo. Y casi inmediatamente apareció el ministro de inteligencia, era la quinta o sexta vez en el mes. El enfermo mental cedió su alma a sus temblorosos pies y cayó al suelo; una caída preparada, como si la hubiese anticipado ya varias veces. El ministro entró junto a un personaje, petizo y anteojudo que ya había venido un par de veces. Le decían abogado. Esperó a que el enfermo mental se sentara en el banquito de madera y luego comenzó a leer en vos alta, como un sargento a sus tropas:
— Leeré los casos de los que se te acusa, Max— Intentó encontrar los ojos del enfermo mental, pero éstos, desorbitados, atravesaban los barrotes, las paredes, el parque que rodeaba el calabozo; se encontraban, tal vez, en otra línea temporal. Entonces, el abogado siguió.
—Irrupción en la mansión del señor diputado Jorge Washington y la posterior destrucción de telas y cortinas de la casa… Sólo de cortinas y telas— leyó al final, dubitativo y temeroso.
— Irrupción en la mansión de la señora Clington y el posterior robo de los abrigos y ropas, sólo de los abrigos y las ropas”.
—Sospechoso de robo nocturno en la biblioteca “La letrada”. Los robos se capitalizan en los títulos: —los ojos del abogado se abrieron, rascó su cabeza, y jugó con su pelo; después siguió— –Leviatán, de Hobbes. El capital de Karl Marx, Rebelión en la granja, de Orwell, El manifiesto comu…¡Suficiente! —irrumpió con autoridad el ministro, pero con ojos débiles.
—Por último, se le acusa de ser el líder o cómplice de los lideres ideológicos de la desaparición masiva de personas— – y volvió a leer mientras jugaba con su pelo—principalmente de personas de las Villas, ancianos en geriátricos, prostitutas y niños de orfanato.
El silencio reinó en la pequeña caverna. El enfermo mental gatillaba el vacío con la mirada. El abogado se retiró. El ministro miró al enfermo mental y le dijo: “es la última oportunidad para hablar, te juzgarán por robo a un personaje trascendental de la nación y sabemos que no es como robar a cualquier peatón, aunque te abrace la constitución te juzgarán como secuestrador y como anarquista”.
El enfermo mental no se inmutaba. Recorría los pasillos con los ojos. Con ellos abría la puerta y caminaba; tomaba un vaso de agua y miraba a aquella oficial enrulada por última vez; salía a morir con el sol. Sólo cuando el ministro se fue, se levantó del banquillo para flagelar sus pies nuevamente y sacar su nariz por la ventana. Los oficiales hablaban susurrando. Hablando de casualidades. Casualidad, por ejemplo: que habían escuchado de todas las acusaciones menos de la desaparición de los marginados. Y que era en verdad gran casualidad que la mencionen un día después de que la Organización de los Países Unidos declarara penalizaciones globales por “tratos muy notorios de inequidad”.
Y se escuchaban griteríos, escándalos, tambores ancestrales y frases eternas en la calle principal.
El sol se escondía detrás de los fierros oxidados del cuadrado de luz. Salía de nuevo y luego se volvía a esconder. El enfermo mental siempre buscaba aquel rincón que lo bañase en luz y calor. Era lógico que las heridas de su boca no lo dejasen hablar, y que las de su tórax no lo dejasen caminar cómodamente. Sólo veía por la ventana. Y así, en unos segundos nada más, el sol salió y se escondió diez veces.
En la noche suenan más los ecos del alma desgarrada por las paredes de concreto. Pero no la noche del 20 de julio, pues varios oficiales se preparaban nerviosamente y se oían cientos de televisores hablando de lo mismo. Al parecer, cientos de personas habían sido divisadas desde las alturas en un sector alejado del campo. Propiedad de nadie. Y también majestuosas estructuras de tela. La radio estaba a todo volumen y su poder fue suficiente para que el enfermo mental bajara la cabeza, cerrara los ojos, apretara los puños y se lamentara, luego de oírla. La caverna de hierro y concreto ardió en sombras.
Y llegaron los inspectores y personal de seguridad al campo, afuera de la ciudad. Y encontraron este lugar: Doce manzanas de casas de madera, adornadas con telas presumidas y gente vistiendo ropa ostentosa, pero sin estética de ningún tipo. Estaban allí los niños, algunos jugando al futbol en una cancha improvisada, rustica, maltrecha y perfecta. Estaban las señoritas que solían estar en rutas o esquinas lúgubres, pero ahora estaban formando un círculo junto a los ancianos. Cientos de personas, en su mayoría morenos, y en el centro, un hombre y una mujer recitando una historia. Las casas, ninguna más alta que la otra, las granjas, gigantes, sin ninguna valla ni alambre, en calles pequeñas de tierra, todas estas callaron, para que aquellos personajes escucharan mientras se recitaba el Manifiesto comunista de Karl Marx.
Al día siguiente las calles de la ciudad temblaban ante el despliegue de estandartes que le ofrecían su danza a los cielos. Tumultos de personas que salieron a repetir más que nunca aquellas frases inmortales, y tambores de otras vidas, de otras luchas y guerras. La noticia de que un personaje había creado una sociedad afuera de los límites ya se había esparcido y se sabía que este pequeño universo recibiría la visita de perros rabiosos vestidos de hombre, con cascos, chalecos antibalas y cachiporras, pero los tumultos de personas gritonas no lo permitirían. Y este personaje, titulado por aquellos que habitan rodeados de oro como “el enfermo mental”, miraba por la ventana. Pensaba en su obra y en cómo acabaría. La radio de enfrente lo odiaba. La radio de la izquierda, sobre una mesa de madera, lo idolatraba. Y vio pasar por la calle, este enfermo mental, secuestrador, ladrón, anarquista, a los perros rabiosos. Marchaban al compás del ruido que hacen las botas. Cada paso era empujado, cada paso era la orden de algún ser terrenal, de ellos que odian pisar la tierra. Pero su camino a este pequeño universo de casas iguales, de tierra modesta, sería difícil, pues deberían pasar por el tumulto de otros tantos enfermos mentales, anarquistas, aquellos que hace muchas vidas recorrieron los soviets y cruzaron la cordillera y alzaban los estandartes, y se aferraban a la tierra, sin temor, de embarrarse los pies.