Por María Jimena Reynoso
—Me llamo Ignacio …bueno, Nacho. Nadie me dice Ignacio. Mi hobby es escribir. Empecé cuando llevaba diez años de preso. Me estaba volviendo loco y apenas llevaba la mitad de mi condena. En una de ésas llegó un estudiante de Filosofía a dar un curso de redacción como parte de su servicio social. Pedro, mi compañero de celda en esas épocas, me sugirió que tomara el curso, a ver si así yo empezaba a sacar mi enojo con palabras y no agarrándomelo a madrazos cada vez que roncaba en la litera de arriba. Estaba imbécil el Pedro. ¿Qué iba yo a aprender en un curso de redacción? Llegué hasta cuarto de primaria. Nunca había agarrado un libro, un periódico o ya de perdida un libro vaquero. De todas formas, me anoté en la lista y durante seis meses me sentaba dos horas, todos los martes y jueves a aprender a escribir historias.
Mis primeros relatos salieron con las patas. La ortografía era tan mala que mi teacher hacía caras de dolor cuando los leía. Mi papá me mandó un libro de ortografía y gramática para que se me quitara lo simio. Aprendí que m antes de b y p; y n antes de v y t. Se acentúan todas las esdrújulas, las graves si no acaban con n, s o vocal y las agudas si acaban con n, s o vocal. Eran reglas fáciles. Más que las del reclusorio, que todavía puedo recitar de memoria: te levantas a las cinco de la mañana o te toca tunda. El agua caliente dura de 5:30 a 5:45, alcance quien alcance. No hay doble ración de pan o tortillas para nadie. Al nuevo le toca madriza, a menos que sea político o hijo de político. A mí me tocaron tres madrizas: una por nuevo, otra por feo y otra por pendejo. Las luces se apagan a las diez de la noche. Si le levantas la voz a un guardia, son tres días en confinamiento solitario.
Bueno, volviendo al tema, cuando terminó el curso mi relato fue elegido para leerlo en voz alta enfrente de todos a la hora de la comida. Creo que era muy bueno porque lo publicaron en el periódico local y hasta me llegó una carta de presidente municipal. Me felicitaba por mis ganas de superarme y dizque mi entereza y cosas así; y esperaba que saliera de estas instalaciones como un hombre de bien. Una semana después unos sicarios le volaron la cabeza. Resultó que el alcalde le pasaba lana al cártel rival. Aunque todavía tengo su carta.
Se me quedó el hábito de escribir. Cuando llovía o hacía demasiado calor para jugar fut en el patio a la hora de recreo, varios presos se sentaban y les leía mis cuentos. Fueron mis primeros críticos. Varios me ofrecieron ideas para escribir: el fantasma de las regaderas que había matado tres guardias, el misterio de las veinte docenas de mantecadas Tía María desaparecidas y la vez que se metió un perro al reclusorio, un preso le puso su uniforme y lo metió a su cama para distraer a los guardias y tratar de fugarse. Aunque, a decir verdad, la mayoría de lo que me sugerían era bien porno.
Yo preferí contar mi historia: desde cómo llegué aquí, sobre mis compañeros de celda y hasta cuando por fin me dejaron salir.
A la semana de cumplir 18 años, me soltó la noticia mi novia Yozelin que estaba embarazada. Su papá fue a exigirme que me casara y les diera una vida digna a su hija y al chamaco. A mí me acababan de correr de la tlapalería así que le juré a mi suegro que me casaría en cuanto tuviera en qué caerme muerto. Le comenté a mi primo, el Chulo, y como caído del cielo me ofreció un negociazo. Llevaba varios meses saltándose la reja de un fraccionamiento enorme, de esos donde los chilangos de dinero hacen sus casas de fin de semana, se robaba lo que podía y luego lo revendía. Entre semana casi todas las casas estaban vacías así que estaba regalado: entrar, agarrar y salir. Necesitaba ayuda con las casas más arriba del monte porque no podía cargar con tanto.
La primera noche que le ayudé, la casa dizque vacía a la que nos metimos tenía cuidador, pero nosotros sacamos unas navajas, lo amenazamos y lo amarramos. Lo que no sabíamos es que el cabrón ya había llamado a la patrulla. Me agarraron en mi primer intento de robo y, como fue a mano armada, me dieron veinte años. El Chulo se escapó y los polis se fueron nada más contra mí. Pero creo que a mi primo le fue peor. Unos años después me contó mi papá que encontraron su cabeza colgada de un puente. Su cuerpo apareció tres meses después en una narcofosa.
A los dos meses de preso Yozelin me confesó que el chamaco no era mío y después se casó con otro hombre. Creo que se arrepintió de pintarme los cuernos porque hasta la fecha me manda una docena de gorditas de chicharrón en mi cumpleaños.
Mi primer compañero de celda fue Feliciano. Mató a su esposa en estado de ebriedad y le sumaron 73 años. Cuando lo conocí ya había cubierto 22. Trataba bien a todos, era voluntario en el ala de enfermería y acólito en el servicio religioso de los domingos. Decía que, si expiaba lo suficiente sus culpas, a lo mejor podía irse al cielo y ahí rogarle de rodillas a su difunta esposa que lo perdonara. Tres años después le dio un infarto, justo en la misa de resurrección. Quiero creer que le hicieron el milagrito y lo perdonó su mujer.
Por las épocas en las que murió Feliciano, mi papá fue a rogarle al dueño de la casa que asaltamos que me otorgara el perdón. El señor no tenía nada en mi contra y fue al tribunal a tratar de darme el perdón, pero el robo a mano armada se persigue de oficio, eso significa que no te puede soltar ni Jesucristo resucitado.
Brayan fue mi segundo compañero. Le dieron cuarenta años por secuestro. Antes que lo mandaran preso, ya había secuestrado a un abogado, un contador público, un artista conceptual y un médico. Con los rescates le alcanzó para ponerle casa a su mujer y sus dos amantes. Brayan decía que él era de los secuestradores buenos. No mataba, no torturaba, y no cortaba miembros. Decía que hasta dejaba baratos los rescates. A la semana me di cuenta que él debía ser el cerebro de la banda de secuestradores, porque de cuerpo no tenía nada. Casi nadie sale con más de tres costillas rotas en su madriza de iniciación, pero él estuvo dos días en la enfermería. Duró poco aquí el Brayan, un año después se trató de escapar cavando un túnel, pero calculó mal y terminó en la fosa séptica. De ahí lo trasladaron a un reclusorio de alta seguridad.
Luego llegó el Pedro que estuvo en mi celda los diez años que estuvo preso. Vendía partes robadas de coches. Nos convertimos en mejores amigos. Cuando embarazó a su mujer en una visita conyugal me pidió que fuera el padrino. Bautizaron al chamaco en la capilla del reclusorio y conseguimos dar tamales y atole. Ahorita el niño debe tener unos 15 años. Pedro me contó la última vez que me visitó, que estaba ahorrando para mandarlo a la capital a estudiar ingeniería en aeronáutica.
Alex, o Alexis como él decía que se llamaba, fue mi cuarto compañero: un chavoruco de corazón nacido en Tecamachalco e hijo del dueño de los colchones Matlas, los más vendidos de México. Sus papás eran amigos del Secretario de Gobernación. Chocó su Audi saliendo de un antro en Polanco porque iba hasta atrás y su novia se rompió el cuello. Lo acusaron de homicidio culposo. A la semana lo dejaron en libertad por “falta de pruebas”. Creo que ahora es Secretario de Agricultura o algo por el estilo.
El quinto compañero que tuve fue Chema, lo agarraron por narcomenudeo. Según él, el negocio bueno está en las secundarias. En quinto o sexto de primaria le empiezan a entrar y para cuando están en segundo de secundaria ya están tan metidos en la droga que te venden a su abuela por una grapa. Duró seis años en mi celda hasta que murió de sobredosis. Su dealer consiguió meter al reclusorio una bolsa de cocaína en un sobre de galletas chukis. Nadie reclamó su cadáver y lo donaron a la Facultad de Medicina.
Mis últimos cuatro años compartí celda con Neto. A Ernesto lo agarraron asaltando un OSSO con un cuchillo que le robó a su papá de la carnicería. Le dieron veinte años sin derecho a fianza por robo a mano armada. Le recomendé el curso de redacción para sacar las frustraciones.
Cuando por fin salí, después de los 20 años, Pedro me consiguió trabajo de cerillo en las Comerciales, pero me corrieron cuando vieron que tenía antecedentes penales. Ya te piden la maldita carta de no antecedentes hasta para poder usar un baño público. Traté de todo: maestro albañil, cajero en los OSSO, conserje… Bueno, todo lo que te puedes imaginar. De todos lados me corrieron. Pensé que mis cuentos eran buenos y traté de publicarlos pero quién diría que entrarle a eso de la escritura está re difícil. Ahí uno se da cuenta que no es lo mismo que les guste lo que escribes a un montón de reos que a los que se dedican a eso de las publicaciones. Al final conseguí trabajar de mesero en una fonda pero hace seis meses embaracé a la hija del dueño, aunque nada más nos acostamos una vez y te juro que hubo poca penetración, pero igual me exigieron pensión para el niño. A la mamá le dio preclamsia o algo así. Yo creo porque subió 15 kilos nada más en los primeros cuatro meses de embarazo. Me estaba saliendo carísimo el tratamiento y en una de esas un ex compañero de las Comerciales me ofreció un trabajito y…
—¡Bueno, tú estás pero pendejo! ¿Nadie te habló de los condones? Además, ni te pedí la historia de tu vida. Te pregunté qué hacías aquí, en la enfermería, no aquí en la cárcel. La verdad tu historia me vale madres. Pero en serio, te dan veinte años, sales de este agujero y vuelves a hacer lo mismo: acostarte con una wila, embarazarla y terminar en este agujero.
José, la nueva adquisición del reclusorio se recuperaba de una golpiza. No eran los golpes de iniciación. Es más, había llegado directamente al área de salud. Los policías le habían roto tres costillas, una clavícula, la nariz y le tiraron tres dientes; sin contar todas las contusiones. Todo a la hora de detenerlo. Él fue el único de los cincos amigos que había salido vivo. Solamente habían abordado un taxi para asistir a una marcha. Después de eso todo eran recuerdos borrosos. Llevaba tres días en esa cama. No lo había visitado un abogado, jamás le dijeron porque estaba arrestado y no tenía noticias de su familia. Ahora estaba aguantando la peor tortura de todas: tener que escuchar a una urraca contarle la historia de su vida durante los últimos 45 minutos, mientras le cambiaban los vendajes y le limpiaban las heridas. ¿Qué habría hecho para merecer eso?
—Estoy aquí porque soy voluntario en la enfermería —Nacho se sentó en la orilla de la cama de José —Mira brother, todos empezamos como tú. Todos nos sentimos muy machitos al principio. Al final te das cuenta que es mejor ponerte flojito y cooperar. A ver —dio unas palmadas sobre la pierna cubierta por la sábana —Cuéntame tu historia. No tienes otra cosa mejor que hacer ¿o sí?
José suspiró y se llevó una mano vendada a la frente. Lo único que podía hacer ahí en ese momento era desahogarse con ese pendejo jovial y optimista —Ok, ahí te va mi historia. Todo empezó cuando les dije a mis papás que quería entrar la escuela normal…
Wow, excelente narrativa, muy vivida, algo lúcida. Esperamos más del autor. Gracias.