A 50 años del 68, número 30,Escribir para transformar

La elocuencia de la muerte y la locura

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Por Edgar Daniel Placencia Aguirre[1]

Ignacio tenía 29 años. Se encontraba en un intercambio militar curricular en el Estado de México. Fue asignado a un grupo de apoyo para la seguridad de la ciudad, eran tiempos anteriores a las Olimpiadas que se iniciarían el día 12 de octubre de 1968.

Hoy se constriñe por el recuerdo de las órdenes de sus superiores. Había sido enviado al Distrito Federal como apoyo para la seguridad de la ciudad. Parecía que sería un viaje de escuadrón tranquilo, lamentablemente no fue así.

Los militares, tal como Ignacio, habían sido mandados a vigilar manifestaciones estudiantiles dentro del Politécnico Nacional. Los estudiantes estaban inconformes, pero Ignacio y sus compañeros tenían la instrucción de erradicar cualquier tipo de acto violento que les suscitara en su deber. Lo que le pareció extraño fue que mandaran tanques a las instalaciones. Los primeros días de su servicio fueron tranquilos, corrían los últimos días de septiembre; llegó octubre cargado de neblina y lluvias al norte de la ciudad.

Ignacio escuchaba a gran parte de sus compañeros hablar sobre los estudiantes, tildándolos de “huevones” “que no quieren estudiar”; él solamente trataba de escuchar y asentir riendo forzadamente aunque no estaba totalmente conforme con lo que decían, sin embargo, decir lo contrario lo convertiría en un traidor a su patria y al ejército. Mejor se abstenía de comentarios y seguía la corriente.

El primero de octubre todo parecía estar aún tranquilo, pero sus superiores los citaron para darles instrucción. El dos de octubre, los estudiantes, cientos o quizá miles, se reunirían en una de las plazas de la ciudad a realizar un mitin contra la represión hacia ellos y la población civil en las instalaciones de algunas escuelas y en gran parte de la ciudad. Para Ignacio y sus compañeros esto no tenía sentido. Él tenía casi 30 años, había entrado al ejército a los 26 y, aunque no tenía demasiado qué perder, sabía que si se había enlistado era para defender a las personas. Le parecía ilógico que los estudiantes dijeran que eran violentados ya que ellos sólo estaban haciendo su labor de protegerlos.

Gran parte de aquello que Ignacio pensaba en aquel momento era cierto. Tenía un motivo y, de la misma manera que a algunos de sus compañeros, le movía la satisfacción de proteger y servir a su nación, eso era lo más importante para ellos, aunque muchos se enlistaron por las prestaciones que el ejército les ofrecía y porque “en estos tiempos, es mejor llevar un arma por si cualquier comunista nos quiere expropiar lo que por ley es nuestro”, como decía uno de los comandantes cuando los iba a levantar en las mañanas para ponerlos a correr. En fin, lo que Ignacio trataba de hacer era para bien.

Aquella tarde, en uno de los salones principales del recinto de la calle Observatorio, en la delegación Tacubaya, Ciudad de México, fueron informados del plan que se implementaría para el siguiente día. La mitad de los elementos (40 más o menos) irían vestidos de civiles, el resto iría con su uniforme. Las instrucciones, dijeron, eran para salvaguardar la integridad de los estudiantes, ya que no querían ver militares, así que estarían encubiertos, pero usarían un guante blanco para identificarse en cualquier momento.

A Ignacio le llegaron rumores de algunos miembros de la base que ya habían salido a ocupar la zona. Le pareció muy extraño pues no creía que hubiera necesidad de algo así. Pasaron lista: persona por persona, cadete por cadete. En cada lado de aquel salón, todos se posicionaron en sillas, separados por el puesto que tendrían al siguiente día. A él le tocó ir vestido con su uniforme.

Él y sus compañeros debían estar en las azoteas o dentro de algunos departamentos de los edificios aledaños a la Plaza de las Tres Culturas, “guardando la paz desde las alturas”. Sus compañeros estarían entre la multitud, así cubrirían dos campos estratégicos independientes. No sabía quién podría haber dado aquellas órdenes, pero existía el rumor de que fue un general famoso.

Desde la noche hasta el amanecer todo estuvo en aparente calma. Los hicieron levantarse más temprano de lo normal. Pequeños letreros por toda la ciudad marcaban el inicio del mitin a las cinco de la tarde en punto, la convocatoria era general y no sólo para los estudiantes. Tras la amenaza de la posible presencia del ejército, y para evitar cualquier tipo de violencia, los estudiantes cancelaron una marcha que también habían planeado.

Eran las 8 de la mañana y en cualquier lugar al que Ignacio volteara, de camino a la plaza, aparecían estudiantes y personas inconformes gritándoles: ¡represores!, ¡asesinos!, ¡lárguense!, ¡no los necesitamos! Ignacio estaba en medio de una paradoja entre lo que sus superiores le ordenaron y lo que él creía correcto.

Pasadas las 9 de la mañana, subieron por las escaleras de un edificio a la derecha de la Plaza de las Tres Culturas y entraron a un departamento que estaba desocupado. Uno de sus tenientes se quedó con ellos llenando algunas formas y hablando por radio. Les ordenaron que se mantuvieran sentados hasta que empezara el mitin. De hecho, comieron ahí mientras esperaban.

Poco a poco las personas iban llegando a la plaza por las calles que le rodeaban. A las 4:00 de la tarde la plaza lucía casi llena. Un mar de estudiantes y personas que simpatizaban con el movimiento estaban ahí. Ignacio estaba sorprendido porque jamás había visto nada parecido. Mientras miraba por la ventana, su teniente (del cual Ignacio no recuerda el nombre) se aproximó a él y le dijo con una voz despectiva y despótica:

—Mira nada más, pobres cabrones. Lo que tienen que hacer para llamar la atención, pero ya verán.

Estas palabras no le dieron buena espina. Esos momentos son en los que uno quisiera salir corriendo, olvidar todo y no volver jamás, pero Ignacio no lo podía hacer, de lo contrario lo llevarían al tribunal militar y lo torturarían por quién sabe cuánto tiempo o lo matarían, así que no había vuelta atrás. Entonces se quedó forzadamente y con las piernas temblando mientras veía cómo más personas seguían llegando.

Así pues, mientras el presidente Díaz Ordaz viajaba a su casa de descanso en Guadalajara, un militar se encontraba en esta plaza tratando de mantenerse calmado por algo que no auguraba nada bueno. Ya el negro furor se encontraba en el aire.

A las 4:30 de la tarde un equipo de grabación llegó al departamento, traían muchas cámaras y equipos fílmicos. Ignacio no tenía idea de por qué querían grabar un acontecimiento así. Era memorable, claro, tantas personas en un solo lugar reunidos con esos motivos, pero ¿qué necesidad habría de grabarla?

El mitin inició y también el acto de depuración dirigido por el ejército. Las cámaras y las armas apuntaban hacia la plaza principal. Sonidos vibrantes dentro de los edificios sacudían los muebles, trastes, miedos e incertidumbre de lo que se desataría. Los tanques habían formado extensas barreras desde donde se ajusta la vista hasta el término de las calles.

Las órdenes fueron directas. Las luces fueron lanzadas desde los helicópteros que sobrevolaban la plaza anunciando, tal como en la guerra, la orden de disparar. A los cadetes y soldados les avisaron que prepararan los fusiles. Ignacio sintió la boca amarga por lo que estaban haciendo. Entonces, varios disparos se escucharon entre la multitud. Enguantados disparaban contra algunos estudiantes que también estaban armados y, en ocasiones, incluso contra los propios militares.

—¡Fuego!— les ordenó el teniente que se encontraba con el comando en ese momento.

Los gritos comenzaron al igual que los disparos, desde las azoteas y departamentos. La dispersión de la gente abajo se hacía cada vez más expansiva, como las balas que se escuchaban con más intensidad. Los casquillos rebotaban e Ignacio no sabía qué hacer, no había jalado el gatillo ni una vez en contra de algún ser humano. El teniente fue directamente hacia él al ver su cara de susto, le arrebató el rifle, apuntó a un estudiante y disparó sin pensarlo dos veces, sin pestañear:

–¡Así se hace, maricón! Si no cumples órdenes mías o de los demás, hay de dos; ¡o eres de ellos, o eres de nosotros! Tú decides, pero decide bien.

Ignacio vio cómo el estudiante al que le había disparado el teniente se seguía moviendo, tratando de huir de cualquier forma posible. Ahí fue cuando pudo sentir el miedo a la muerte reflejado en los gateos de ese estudiante, en el fondo, dentro de ese cuarto con olor a pólvora, en medio de las voces que decían: “filma a ese. A esos de allá”, se escuchó un: “¡remátalo o yo te mato a ti!”. La voz era del teniente que le estaba ordenando que terminara de matar al joven que se arrastraba por su vida.

Casi soltó el rifle por la ventana mientras su corazón latía lo más rápido que podía. Apuntó con la mirilla al estudiante y, mientras él se decidía, el grito de: “¡Mátalo!, se confundía con el disparo del gatillo oprimido del rifle de Ignacio.

El teniente ordenaba: “¡que ninguno quede vivo!”

Era claro que casi todos los cadetes que estaban ese día, en ese cuarto, no querían estar ahí. El tiempo pasaba lento entre las miradas rotas, con miedo, elocuencia y locura.

Los disparos no cesaban y los gritos tampoco, unos se confundían con otros. La lluvia que caía y limpiaba la plaza se confundía con la sangre del lugar, casi parecía que la lluvia era roja. Fue en ese momento en el que Ignacio dejó de creer simplemente en la casualidad como algo hecho por el destino. Un acto de causalidad hecho por nosotros. Ya no bastaba con alzar la voz, no basta con morir en el silencio.

[1] Estudiante de la licenciatura en Sociología en la Universidad de Guadalajara (UdG), en el Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades (CUCSH).

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