Por Francisco Moya Ávila
Allá, mirad a lo lejos
donde rostros son opacos
y grisáceas las camisas.
El atardecer gastado
dibuja ecos profundos,
gritan que cese el trabajo,
gritan un camino libre
para el hombre alienado.
El espíritu sigue de pie
con su dedo levantado,
mirando a su otro yo
que chilla enrabietado
la fe del cambio posible
mirando sola a ambos lados,
temerosa de ser viuda
de la sombra de un esclavo
cayendo una vez más en
la heráldica susurrando.
La monotonía del verbo vivo,
a veces tan repetida e incierta,
que no importa nada quién hayas sido,
ni a dónde vayas ni de dónde vengas,
también se clava en las puñaladas
que nuestra imagen tanto recibe,
como una sombra apalabrada
sobre la que el fuego siempre se extingue.
Siendo así somos, y así caminamos
por un mundo incompleto e inconexo,
donde poco a poco nos vaciamos,
pasando a ser el funesto verso,
que al morir solos al cielo lanzamos
como un desesperado y frío aliento.
La identidad humana está de luto,
ha muerto un poeta.
Y entonces, ¿qué nos queda?
realmente, ¿esto importa?
Aún resiste el miedo aferrado a la enferma
e hipócrita multitud del comercio,
lasciva luz desangelando el cielo,
que aún los locos rezan,
hincando sus rodillas a ese dictatorial suelo,
que el obtuso desierto
describe para sus pacientes ciegos.
La identidad humana está de luto,
ha muerto un poeta.
Y si muere él,
tal vez lo haga la voz del silencio,
la voz del susurro, de la música,
o del visceral deseo púbico y eterno.
Tal vez muera la belleza, la pasión noctambulada
que se nutre de la boca, de los brazos en cruz esperando una respuesta,
tal vez sane la soledad enquistada,
lirios renaciendo en sinuosas formas que se sueñan,
tal vez la desidia se convierta en la piedra secreta
sobre la que los rituales del mundo encuentren, al fin,
un equinoccio de vida y muerte,
y la parca ya no venga con su turba,
ni Caronte nos espere con su barca en forma de urna,
ni el ensueño sea la paz que salve la ironía,
esa que día a día, todavía bebe del consuelo,
ama en secreto a la cifra,
y goza hedónica del sufrimiento ajeno.
Si cae, ¿moriremos todos?
Es la pregunta que no surge,
pero que espera paciente su respuesta
aquí junto a mí,
junto a ti que aún lees verso,
que aún eres poesía descalza por el tiempo,
que aún expiras al aire cada suspiro despacio
observando el humo que se funde, cadente y eterno.
Yo no tengo la respuesta,
ni tampoco la pregunta correcta,
sólo sé que seguimos vivos, poéticamente despiertos,
deseando luchar contra el mundo
en un quimérico campo de batalla,
aunque sea solos, aunque no sirva de nada,
ansiosos de la fe y la experiencia,
del lápiz descabezado, del espacio pequeño en blanco,
del hueco, oquedad donde quepan incluso
los lagartos sonriendo, las mariposas de obsidiana,
donde quepa la justicia, sobre todo la poética,
y se funda el brazo y la mano, la piel y el cielo,
la lucha, el sol, el obrero, el llanto,
la luna descalza, la noche, los miedos, los cambios,
el frío en invierno, el sudor en verano,
y la cama como un llano en llamas
sobre el que caminen siempre, inmersos en la ira,
los heraldos negros que amamantan la poesía.
La identidad humana está de luto,
Ha muerto un poeta.