A 50 años del 68, número 30,Escribir para transformar

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Por Diego Barraza

Eran las 18:46 minutos y ya comenzaban las primeras gotas a caer. Se había anunciado una tormenta devastadora en zonas costeras dirigiéndose finalmente a la capital. Las autoridades habían declarado alerta roja preventiva y las empresas de agua y luz se preparaban para los posibles cortes de suministros básicos, especialmente en zonas bajas, donde residía la mayor cantidad de gente con buenos ingresos, modales refinados y una extraña obsesión por controlar el clima.

Don Salvador llevaba más de 25 años en la empresa. Siempre recordaba, con mucha nostalgia (y algo de pena), cómo logró posicionarse en el rubro. Entró cuando tenía 22 años como ayudante del viejo Jonás.

Una gran tormenta había dejado 4 manzanas completas sin suministro eléctrico en Viña del Mar Bajo. Para entonces, el viejo Jonás estaba a cargo de restaurar la energía en Avenida Libertad con 2 Poniente. Más de 200 llamados se recibieron en la empresa, la cual comenzó a presionar el proceso de cambio de fusibles y cableado. El supervisor en turno comenzó a presionar al viejo. Tras reemplazar un cable de cobre, el viento y el agua le jugaron una mala pasada. La escalera donde se sostenía se resbaló; la mantención del arnés no fue lo suficiente y, por reacción natural, intentó aferrarse al cable de cobre recién ensamblado. Un destello de luz y el cuerpo humeante e inerte del viejo Jonás tocaba el pavimento mojado a metros del cableado. Sus compañeros, incluido el joven Salvador, presenciaron el brutal espectáculo. Pero seguiría algo aún peor: Los llamados no se detuvieron y, por ende, las presiones continuaron. El supervisor miró a Salvador y lo mandó a subir para terminar lo que el viejo Jonás no pudo. Así comenzó a posicionarse en el trabajo, ahora era el mejor reparando líneas de energía.

Ya eran las 23:06 y la tormenta cobraba fuerza. Con ello, también cobraba sus primeras víctimas: arboledas y ramajes en las vías, hoques de micros y automóviles.

Habían comenzado los primeros llamados de aquellas gentes ‘de bien’, acusando cortes de luz en algunas casas.

—Vieja, debo irme, ya entro al turno de las 23:45 y parece que va a estar fea la cosa hoy. —decía Don Salvador a su esposa.

Doña Carmen, por otro lado, estaba irascible y preocupada, como si presintiera algo malo.

—Viejo, no vayas. ¿Por qué no te declaras enfermo y mejor te quedas? — intentaba convencerlo.

—No, no. Acuérdate que casi no tenemos pa’ fin de mes y viene mi jubilación, que es mucho peor. Usted sabe viejita linda que la cosa es así acá.

Doña Carmen tomó el bolso de Don Salvador y se lo puso en el cuello, dándole un fraternal beso en la frente.

—Eché tu termo y tu mate que tanto te gusta. Hoy estará frío por allá afuera.

—Nos vemos en la mañana, viejita.

Salvador salió con un traje para la lluvia y sus botas de agua. El viento rechinaba por las ventanas. Al cerrar la puerta, Carmen tomó su crucifijo y se sentó en la cama, contemplando el movimiento de la arboleda.

Al llegar a su lugar de trabajo, fue alertado por un corte eléctrico en la misma avenida donde el viejo Jonás había fallecido. Se prepararon y tomaron el equipo necesario para salir.

En la empresa habían cambiado de supervisor, en su lugar pusieron al sobrino del gerente. Se decía que era un desalmado y explotador; la posición jerárquica de su tío lo hacía aún más deplorable en el trato con los trabajadores. Lo habían echado de un municipio por malversación de fondos y maltrato laboral. Se llamaba Augusto y era un ingeniero en construcción que poco o nada conocía sobre el rubro de los guarda-línea.

Al llegar al lugar del corte, los trabajadores comenzaron a armar el perímetro y a sacar los instrumentos: cascos, guantes, arneses, luces de repuesto y cinturones con bolsillos para sus herramientas.

—¡Bien señores, escuchen, soy el nuevo supervisor! ¡Me carga la gente floja y me mandaron pa’ acá pa’ chicotearlos! ¡Vamos a ordenar al tiro esta lesera! —gritaba el hombre con bigote y cara dura como piedra.

—Usted, Martínez, verifique los fusibles. —ordenaba Augusto.

—Señor, disculpe, pero yo estoy a cargo de medir la electricidad y…

Antes de dar una explicación técnica basada en la experiencia de estos hombres, se vio interrumpido por Augusto.

—¡¿Qué te creí, hueón?! ¡Yo soy el jefe acá, yo mando y lo que se dice se hace, ¿está claro?!

Martínez, cabizbajo, sólo se dignó a asentir con movimientos de cabeza. La lluvia y el viento se volvían cada vez peor. El resto del grupo también asintió, pero Salvador se opuso.

Esto alteró al supervisor, el cual lo encaró de manera peyorativa. La experticia que tenía Don Salvador abolía cualquier grito. Tomó la escalera junto con un par de compañeros, que tampoco estaban de acuerdo con el supervisor, y comenzaron a trabajar para devolver el suministro a las gentes. Salvador tomó los fusibles y los cables de cobre, recordó al viejo Jonás, recordó a su mujer esperándolo en casa. Comenzó a cortar unos cables y a reemplazarlos por unos de cobre, tomó ambos fusibles de la matriz y los reemplazó con fuerza, esto hizo balancear el cableado y un pequeño chispazo hizo volver la electricidad. La operación fue un éxito. En pocos minutos la energía volvió a los lujosos departamentos del sector. La furia de Augusto era evidente, sin embargo, se dirigieron a otros puntos del sector sin suministro eléctrico para reestablecerlo. Terminaron alrededor de las 5:34 a.m. y se dirigieron a la base de la empresa. Allí, Augusto salió enajenadamente de la camioneta y se dirigió a las oficinas de su tío. A las 10:00 a.m. terminó el turno del equipo de la noche y cada uno se dirigió a sus hogares a salvo.

Don Salvador llegó a su casa, empapado y cansado producto del trabajo.

—¡Gracias a Dios llegaste, viejo! —lo recibía de abrazo Carmen.

—Fue agotador, y llegó un supervisor nuevo. Ya tuve problemas, vieja.

—¡Bah! Al menos estas acá viejo. Pensé lo peor ya que la tormenta estuvo feroz.

A las 15:34 horas, una carta llegó a la humilde casita de don Salvador y doña Carmen.

‘Estimado trabajador:

Saludo a usted cordialmente, esperando se encuentre bien. Tengo el deber de informarle que, debido a su comportamiento y el caso omiso a su supervisor, no requeriremos vuestro servicio en la empresa. Prepararemos su finiquito para su pronta salida.

Saluda atentamente a usted

Augusto Pino Cheza

Subgerente de personal.

Tras mirar la carta, comenzó a reír y a bromear con su compañera de años.

—No sabía que esta gente podía pasar de supervisores a subgerentes en tan sólo horas.

—Todo es posible viejito. Ven disfruta unas sopaipillas.

—Pero ¿cómo le haremos con…?

—Tranquilo viejo, ya nos arreglaremos.

Ambos se quedaron bromeando y recordando viejos tiempos bajo la tormenta. El cerro era el único lugar que tenía electricidad. Sin embargo, no tenían servilletas, así que usaron la carta para dejar las ricas sopaipillas recién salidas del sartén.

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