Por Édgar G. Velázquez
Y por encima de todas las palabras,
escribo tu nombre
y el árbol me va a coger como su fruto,
y me desprenderé como pensamiento,
como culpa,
como memoria,
libre y despreocupado,
solitario y egoísta,
desvinculado de mí mismo
y de la metafísica que implica el yo.
Llámame cuando los árboles estén secos.
Esperaré.
Comienza tu día hablando del columpio de la soledad,
hablando de la mujer que no te amó,
viendo las canas del tiempo imbécil,
de la soledad de las pestañas en Domingo.
Termina una oración diciendo que me amas,
que el viento es una voz de tu amor,
perdóname.
La vida fue una eterna lluvia para mí,
que se acabe el tiempo, que el espacio sea mi voz,
perdóname.
Éstas fueron las últimas palabras del primer hombre del mundo.
Envenenado y cansado de mí mismo,
me levantaré para despedirme
para dar una moneda y mirar cómo rueda por su cabello,
para darme cuenta que en realidad fuimos niños
y que nos amamos cuando no fuimos nosotros.