Por Nancy Emilse Riquelme Nova
(Araucanía, Chile)
Siendo joven, mi maestra de lenguaje
nos enseñó el poema “Autorretrato”
del chileno Nicanor Parra
Lo leí con displicencia adolescente,
“a tres metros no reconozco ni a mi propia madre”.
Simplemente pensé que exageraba.
Lleno de idealismo, abracé esta profesión de hambre.
He vivido —malamente—. He sufrido, he llorado, como todos los mortales.
He sido inmensamente feliz, aún en la sala de clases.
El tiempo es la mejor escuela.
He visto pasar a mi lado a jóvenes y señoritas
(a quienes yo —ignorante— les vaticinaba un futuro incierto)
ostentando lujosos vehículos, abultadas billeteras, magníficos pasares.
Algunos saludan con un “hola profe”, tirado a la cara, con aire de lástima.
Otros, sencillamente, nada.
Los menos, un saludo amable, agradecido –cosa rara-
por los pesares que les hice pasar para forjar su coraza.
La vida me ha enseñado a ver lo verdaderamente importante.
Uso mis pies para desplazarme. -No tengo otro medio-
Y me siento altamente agradecido.
El paso inexorable del tiempo
Ha dejado su huella: un poco lerdo, algo cojo, un poco ciego.
Ya me encuentro jubilado y soy un trasto viejo en este país
Con una pensión miserable.
Sin embargo, mi rostro siempre sonríe,
ya sea por el deber cumplido,
porque me siento satisfecho,
o porque la vida me ha dado
mucho más de lo que he merecido.
Mi rostro sonríe porque no quisiera pasar por desatento
cuando amablemente me saludan
y ya no identifico a nadie,
porque, peor que Parra, yo, a un metro
no reconozco ni a mi propia madre.