Por Jorge Meneses
A Bruto, a El Cachetón, a El Negro y a mí nos encomiendan una tarea: asesinar al sujeto al que el enemigo ha designado con el nombre clave: El Mago. Conocemos los rumores: El Mago posee poderes sobrenaturales capaces de cambiar el curso de la guerra. Es vital que el enemigo sea aniquilado, nos ordenan. Partimos.
El Cachetón propone que matemos a El Mago a distancia. Nel, güey, eso es de putos, a ese cabrón hay que partirle su madre a putazos, propone El Negro. Bruto no dice nada, se cruza de brazos, mira el cielo y silba una tonada que me parece familiar. Yo opino lo mismo que el Cachetón: matarlo de lejos. Si resultan ciertos los rumores lo mejor sería andar con cuidado. Vamos a hacerlo a distancia, ordeno. Sobra decir que vamos armados hasta los dientes y cargamos toda clase de supersticiones: escapularios, ajos, ojos de venado, fotos de la virgencita plis, esclavas de plata y rosarios.
Tenemos a El Mago a tiro pero al pendejo del “Hay que partirle su madre a putazos” se le ocurre estornudar y los demás “Chinga a tu madre, pinche Negro, hijo de la verga mal parido”, y El Mago así de “No mames ya valí madres”, y yo “Dispárale Cachetón”, y pum, pero el Cachetón erra y El Mago echa a correr.
Perseguimos al hombre mágico hasta darle alcance. Lo acorralamos y El Negro, maldoso como es, le da un rodillazo en la pierna a El Mago y “Ora hijo de tu reputísima madre”, dice el Negro. El Mago se queja “y Ay no chingues”. El Mago llora. Bruto le da un zape a El Negro y “Ora guache culo, no se pase de ventiladeras con el señor, respete”. El Mago llora y me enternece su llanto; su triste figura a la Papa Goriot me causa zozobra: El Mago es un anciano de larga barba blanca, moreno, piel ajada, el cabello es también largo y blanco; usa una vieja playera sucia del PRD y unos pantalones de vestir color caqui que más bien parecen caca porque ya están muy desgastados. ¿Es éste el hombre al que debemos temer? Huaraches y un palo de escoba partido por la mitad completan el miserable cuadro.
No te andes pasando de listo, le advierto a El Negro. “Qué mi jefe, nos dieron órdenes”, responde éste. Bueno, eso sí, agrega El Cachetón, corta cartucho, apunta pero antes de jalar el gatillo, El Mago levanta su palo de escoba. El cielo se nubla, caen relámpagos, a El Mago se le ponen los ojos en blanco y dice: “Ora sí, hijos de su reputísima madre, ya se los cargó la fea. Abracadabra te apesta la pata, abracadabra te cae la marrana, abracada…” Ya nos cargó, grita El Negro, tiene que gritar porque estamos en medio de una tolvanera. Pártele su madre, ordeno, y el Negro corta cartucho, apunta y jala el gatillo.
El polvo, el ruido, la furia, y el cielo nublado se disipan al instante.
Eres un pendejo, Negro, grita El Cachetón, le diste en una pierna. Yo me lo quiebro, sentencia Bruto. No, cabrones, ustedes me la pelan, dice el viejito. “Bruto, dale”, ordeno y Bruto apunta y El Mago “Chairos changos enanos y bananas, chairos changos enanos y bananas…” PUM. El disparo de Bruto fue mortal.
El cielo se oscurece. Caen rayos morados sobre nosotros. Escucho gritos. Mi vista se nubla.
“No mames, no mames, qué pedo, qué me pasó”, grita El Cachetón. Sus gritos me despiertan. El cadáver de El Mago sigue ahí: con la cabeza partida en dos. Todo sigue igual salvo nosotros: somos enanos, no llegamos ni al metro de estatura; estamos desnudos y tenemos el cabello de colores, me explico: El Cachetón tiene el cabello de color morado, El Negro de rosa y Bruto de verde. “De qué color es el mío”, pregunto y Bruto responde: Amarillo. La anomalía va más allá: parece que nos explotó el boiler: tenemos el cabello parado. “Fue ese hijo de su puta madre”, exclama El Negro apuntando a El Mago con su pequeña mano.
Bruto se acerca y me dice: “hemos pasado por cosas muy raras, guache, pero, ¿ya te diste cuenta que no tenemos testículos ni pene?” Bruto tiene razón. No hay nada salvo una leyenda que reza: Made in China. El Cachetón se dio cuenta ya: grita, histérico, y lo primero que se me cruza por la cabeza es que ya no podré tener sexo. “Y ahora qué”, pregunta El Negro pero no alcanza a exponer su cuestionamiento porque se nos dejan caer siete contrincantes armados con ositos de peluche. Gritan: Esto es su culpa hijos de su puta madre. No entiendo por qué esto sería nuestra culpa.
Habemus EnanosFest: once enanos de pelos multicolores, siete armados con ositos de peluche y nosotros cuatro buscando inútilmente nuestras armas mientras los primeros nos corretean en un intento por golpearnos con sus armas de peluche.
Dos contrincantes me tienen en la mira por ser el de mayor rango y “Ora Chupón agarra a ese culero” y El Chupón ataja a éste, el infame culero, me sujeta mientras alguien arremete contra mí para golpearme con un osito de peluche, me golpea hasta que mi pierna se desprende aunque, para sorpresa de mis captores, no expreso muestra alguna de dolor: no hay gritos; no hay sangre. El enano que me golpeaba se detiene y El Chupón me suelta. No te dolió, cabrón, pregunta el enano que me golpeaba. Niego y me doy cuenta que todos siguen peleando: captores y víctimas, quienes intercambian con suma facilidad de rol, se corretean como si jugaran a Las Traes.
El enano que me golpeaba con su osito tira su osito y grita a sus subordinados: “Ya, déjenlos, estos cabrones no sienten, así no tiene chiste y así yo no juego”. A ver, Chupón, “záfame la mano de un putazo”, ordena y El Chupón no quiere. Es una orden, sentencia el primero y El Chupón obediente le tira un karatazo en la muñeca a su jefe y provoca que la mano de éste salga volando por los aires. “No mames, somos como muñecos”, dice uno de nuestros enemigos mientras su jefe se vuelve a colocar la mano que perdió de un karatazo.
Los de los ositos de peluche liberan a El Cachetón, a El Negro y a Bruto, quien apenas tiene oportunidad echa a correr hacia donde estoy yo. “Estás bien, guachito”, pregunta con lágrimas en los ojos. Asiento. “¿Y las armas?”, pregunto.
Buscamos nuestras armas mientras los de los ositos se zafan una y otra vez piernas y brazos y se ríen cada que se escucha el PLOP que producen estas acciones. No encontramos nada, sólo pudimos hallar libros de un tal Roberto Arlt regados en la zona cero, bueno, cerca de donde Bruto le partió su madre a El Mago.
Una garra gigante, venida desde arriba, aparece y sujeta a tres de nuestros adversarios y bien pude ignorar el hecho pero la garra sujetó también a El Negro (poca cosa) y a Bruto. Todos, amigos y enemigos, corremos hacia la garra antes de que se lleve a los nuestros. Es imposible luchar contra esta máquina de metal, nosotros unos tristes enanos, ¿qué mal le podemos hacer?
La garra nos ha llevado a todos. Estamos dentro de una caja metálica que se mueve.
Es mi culpa, dice El Negro. Si le hubiera dado en su madre desde el principio, se lamenta, mientras yo sigo pensando en lo que haré de mi vida, porque seguramente sólo tendré empleo como botarga, en un circo o en una feria anunciado como un fenómeno de la vida real y tendré que bailar y quitarme un brazo para finalizar el show, firmaré autógrafos y habré de posar para las selfies al lado de niños que superarán por mucho mi estatura, luego me meterán a mi jaula apenas anochezca… sí, todo es culpa del pendejo del Negro. “Chínguenselo”, ordeno y parece que el Cachetón y Bruto comparten mi opinión pues acatan la orden sin chistar, ni el más mínimo rastro de asombro existe en sus rostros.
Le damos en la madre a El Negro, lo pateamos, golpeamos, escupimos, orinamos mientras el llora y grita: “Ay, hermanitos, perdón, ya no me peguen”, y yo “Ni madres, no se detengan, pártanle bien su madre”. Pronto se unen nuestros enemigos: 10 enanos humillan a uno.
“Desarmen a este culero a madrazos”, ordeno y El Negro “No jefecito, por piedad ya no me peguen”. “Cállate hijo de tu puta madre”, grita El Cachetón y uno de nuestros enemigos, El Chupón, se zafa una mano y se la mete en la boca a El Negro. Seguimos golpeando hasta que a El Negro se le zafa la cabeza y muere, he ahí la respuesta a nuestro mal batiente: si arrancas la cabeza a un enano, pero no a cualquier enano sino a uno como nosotros, lo matas.
“¿Y ahora?”, pregunta el jefe de nuestros enemigos. “Hay que desarmarlo totalmente”, ordeno e inmediatamente comenzamos a desarticular a El Negro. “Jefe, tengo hambre”, exclama el Cachetón y yo respondo: “Pues cómete al pendejo ese”. El Cachetón procede, Bruto secunda y nuestros enemigos imitan: golpean salvajemente a uno de los suyos y aun cuando saben cómo aniquilar una vida como la nuestra, prefieren purgar su dolor. Todos comen, yo quiero dormir.
Apenas despierto me doy cuenta que no estamos ya en la caja metálica. Estamos sujetos a una banda transportadora con el culo al aire. A mi diestra tengo a Bruto y mi siniestra un hombre que llora, suplica piedad y grita: “No, no me hagan otro ano, otro ano no por favor”. “¿Otro ano?”, le pregunto a Bruto y él me responde muy tranquilo: “Quién sabe, guache”. “Sí”, otro ano, interviene el suplicante. Nos van a hacer otro ano porque de esta fábrica te tienes que ir con tres para que puedan empaquetarte y ponerte en circulación. Circulación, interrogo. Sí, nos venden como juguetes de placer, es toda una revolución sexual allá afuera: enanos desmontables con tres anos. ¿Quién comanda esto?, pregunto. El Mago, responde el suplicante, y a mí se me va la vida. Pero yo lo maté, interviene Bruto. “¿A quién, a El Mago?”, interroga el suplicante. “No amigo, El Mago es inmortal, seguramente cayeron en su trampa como todos nosotros. El Mago controla la red de juguetes sexuales de contrabando más grande y millonaria del mundo”, agrega el suplicante mientras llegamos a una habitación donde un taladro gigante baja y perfora al enano en turno, porque cabe aclarar que aquí todos somos enanos con melenas de distintos colores. Toda una revolución sexual.
Es el turno del suplicante. Un enano más y al suplicante le harán su último ano. “¿Duele?”, le pregunto y él contesta: “¿Sabes contar? Cuéntame una historia con final feliz”. Me mira, llora, saca su larga lengua, la introduce en mi oído y al instante, en mi mente se almacenan los recuerdos más bellos de la historia del suplicante. “Sí, duele como no tienes idea”, dice y el taladro baja, perfora y el suplicante grita, se retuerce lo más que puede, sus ojos están en blanco, aprieta los dientes mientras espumajos de saliva salen a borbotones, sino tuviera el taladro violándole parecería un ataque de epilepsia. El taladro sube, la banda transportadora se mueve, el suplicante se desmayó. Me toca. Baja el taladro, gira y sólo atino a pensar: ¿Made in China? ¿El Mago es chino? Bruto toma mi mano y me dice: Sé valiente. Mi vista se nubla.
Estoy amarrado: brazos, piernas y cuello están atados a una caja. Estoy encerrado dentro de una pero tengo alergia al polvo y aquí hay demasiado. Con cada exhalación una nube de polvo se levanta y un impulso animal por estornudar acontece, con cada nube el moco inflama mis senos nasales y me impide respirar; tengo las manos atadas y no puedo sino dejar que la desesperación que produce tener las fosas nasales tapadas me consuma. Sobra decir que tengo claustrofobia.
Bruto está empaquetado en el anaquel de enfrente, grita algo que no escucho ni escucharé. Mi único consuelo es esperar y ver cómo pierde la cordura, llegar juntos a la cesta de rebajas con el 50% de descuento y de una buena vez nos manden al carajo porque la gente no desea ya enanos desmontables con tres anos. Sí, eso anhelo.