Por Alberto Arecchi
(Pavía, Italia)
Paz para África
El vuelo de los pájaros
por encima de las chimeneas muertas
recuerda una época que nunca volverá.
Atrás han quedado los obispos,
reyes y emperadores
en esta tierra atribulada,
hombres combatiendo bajo de mil banderas
cuyos huesos han cebado estos campos.
Trompetas, conciertos de campanas,
la quema de brujas y libros en las plazas.
El agua del río cae en mil vórtices
y brilla en la puesta de sol
como el oro fundido.
La temporada tiene que volver
de los manzanos en flor
en esta tierra atribulada.
Nuestros ojos cansados
se mojarán, en la puesta de sol,
en las aguas de fuego del gran río.
Rojo en las aguas, rojo en el cielo,
rojo de la sangre de los niños quemados.

Maputo
Dejé mi corazón en Maputo,
la ciudad de mis treinta años,
donde un círculo de nuevos burgueses
jugaban en la revolución,
mientras que los desterrados de siempre
arrastraban sus vidas en las fábricas,
en las afueras, en chozas
y casas hechas de cañizo.
Esos fueron los años de la ilusión
de ser capaces de construir el socialismo
en un antiguo mundo colonial
que nunca se había emancipado,
después de diez años
de guerra muy reñida
en los bosques y plantaciones del Norte,
no en fábricas y ciudades.
Dejé mi corazón en Namaacha,
con sus cascadas a lo largo de la frontera,
y Bilibiza, en el matorral, entre los restos
de plantaciones desamparadas.
Dejé mi corazón en Chimoio,
un pueblo golpeado y torturado
por los ataques de los milicianos
rodesianos y las bombas en las calles.
Los recuerdos de mis treinta años
se desvanecen, pero Mozambique
ha cambiado mi vida: yo sabía
que quería trabajar para el pueblo
y los desterrados,
no para la vieja o la nueva burguesía.
Yo nunca más he visto esa increíble ciudad
de edificios altos sin ascensores,
donde las personas cocinaban
en el rellano de la escalera,
esa extensión sin límites
de barrios con casas de cañizo
y techos de fibra de cemento.
Pero cuántas veces la he soñado,
con los recuerdos de mis treinta años
encerrados en el cajón
y la esperanza de un mundo mejor.
Mogadiscio

Cuantos millares de extranjeros
vinieron a esta costa
plantando su bandera
en la arena de mi corazón
¡y proclamándose dueños!
Una Babel de cien lenguas
envolvió todo mi pasado.
Cada uno de ellos dejó algo,
todo el mundo me llevó en su corazón.
Ahora los chicos se van por las calles
masacrando otros niños,
y explosiones cotidianas
afligen mercado y paseo.
Sal y arena enrojecida por la sangre
de los que se quedaron en esta playa.
Palmeras curvadas por el viento de monzones
llevan ecos insistentes de las arpas.
Volverán velas de marineros antiguos
navegando para siempre en el viento de monzón,
volverán camellos cargados con especies
y perfumes del Este lejano.
Nosotros seremos polvo en el viento,
transportados en el cielo sobre el Océano,
quizás podremos ver aquel día,
pero sólo con los ojos de los sabios.
Tombuctú
Los monstruos insomnes de la batalla
nos acechaban por las colinas.
Los niños de las pandillas,
con ametralladoras armados,
asaltaban las calles de la aldea.
Un olor acre reinaba en las casas.
Tres golpes en la puerta, alguien llamando.
– ¡Están viniendo! – Un grito asustador.
Rompe el silencio el rugido de motores,
gritos descompuestos emergen de las sombras.
Hombres feroces con banderas negras
han venido a tomar nuestras vidas.
En el horizonte, el sol de un nuevo día
perfora la oscuridad que nos rodea.
Si jamás quieras buscarme
podrás venir a Tombuctú,
ciudad antigua en la margen del río,
con torres blancas y cúpulas doradas.
Hemos de volver a la ciudad de leyenda.
Refrescaremos el oro, renovaremos las fuentes
que suministraban la leche y la miel,
y plantaremos flores coloreadas
sobre las tumbas blancas.
Los estanques reflejan el sol y el vuelo de las garzas.
El oasis
Hay un oasis en el gran desierto
que alberga desde mil años
aquellos que se han rebelado
y no quisieron ningún dueño.
El agua brota de la roca,
helada en la luz cegadora,
entre matas de hierba sensible,
y moja un árbol de mango.
Vamos a volver un día allí.
Será como volver a casa,
entre el aroma de cilantro
y de té a la menta.
La noche en la terraza
en el viento fresco que reanima,
entre chillidos de animales ocultos
y gatos persiguiendo sombras.
Allá va a cubrirnos el ala
enorme del gran mochuelo
que gira cazando sus presas
en la luz suave de la luna.