Por Héctor Daniel Olivera Campos
Todas teníamos la conciencia de ser la élite, haber sido diseñadas y concebidas para un destino glorioso. Una, junto a las compañeras del resto del estuche, era un pluma estilográfica Parker en color negro-rojo marmolizado con cargador aerométrico y con plumín en forma de flecha -la marca de la casa-, chapado en oro de catorce quilates. Nuestro precio era prohibitivo y tan sólo los poderosos del mundo tenían acceso a nosotras.
No me extraño, pues, que fuese comprada por un hombre del staff de Einsenhower y destinada a uso presidencial. Si quieren que les diga la verdad, hubiera preferido ser adquirida por un oscarizado galán de Hollywood y vivir rodeada de glamour y flahs o ser la pluma de un Premio Nobel de Literatura y participar con mis secreciones en la confección de una obra de arte inmortal. Sin embargo, eso de caer en manos del Presidente de la nación más poderosa de la tierra también tenía su encanto. ¡Guauu! ¡Ser testigo privilegiado de la Historia!
Para mi sorpresa, Ike –me vais a permitir que tutee al Presidente- no me sacó de la caja. Al cabo de unos meses cacé al vuelo una conversación en el despacho Oval por la que supe que se me iba a regalar a un dictador extranjero. Salvada mi primera reacción de perplejidad -¿la gran democracia americana se codeaba con dictaduras?-, mi ira alcanzó el paroxismo al saber que sería entregada al hijo de perra de Francisco Franco, el amigo de Hitler y de Mussolini, el último vestigio y baluarte mundial del fascismo. La tinta se me agrío por dentro.
El 21 de diciembre de 1959 Ike aterriza en España, responde al abrazo del tirano y me obsequia al sátrapa como si de un simple regalo anticipado de navidad se tratase. ¿Qué podía hacer yo, inánime, enclaustrada en mi incomunicación, sin más facultades que aquellas que me atribuyeron los que me diseñaron? No tocaba más que aguantar y resignarse. Ser una fiel servidora de los designios y las necesidades de un ser que me resultaba odioso.
Si Ike no me llegó a utilizar jamás; Franco, por el contrario, usaba y abusaba mí todos los días y me mostraba a sus allegados con orgullo: “¡Miren que pluma Parker! ¡Me la regaló Einsenhower!”, presumía de mí el paleto chusquero de mierda con su voz aflautada.
Franco era un ser despiadado pero, a la vez, chapoteaba en una mediocridad espantosa. Todo en El Pardo era casposo. Me aburrí hasta lo indecible en manos del “generalísimo” firmando decretos y áridas normas de derecho administrativo. ZZZZZZZ, me duermo con sólo recordarlo.
Un mal día sobre la mesa de roble del dictador sus edecanes dejaron un documento oficial diferente a todos los anteriores, se trataba de una sentencia de muerte. Me sobrecogí al conocer el significado de aquel papel que el déspota iba a rubricar con mi tinta. Creedme si os digo que yo no quería participar en semejante ignominia, pero nada pude hacer, me agarró y me oprimió sobre el papel hasta que su firma infame apareció escrita bajo la palabra “ENTERADO”. Franco durmió esa noche como un lirón careto, pero yo no pude descansar hasta los luceros del alba.
En los años que siguieron siempre sufrí y me mantuve en vilo temiendo que la firma de otra sentencia de muerte trastornara mi rutina. Y siempre llegaban. Lo que peor soportaba era la insensibilidad del “Caudillo”. Franco leía y firmaba las ejecuciones de los condenados sin despeinarse, mientras comía, antes de la siesta o viajando en coche. Para él eran “cosas de trámites”.
Hace poco mi tinta sirvió para firmar la sentencia de muerte de un tal Julián Grimau. Más de ochocientos mil telegramas llegaron a Madrid pidiendo la paralización de lo que consideraban un juicio-farsa. Franco se limpió el culo con todos ellos.
Mi alma es de acero, pero ya no aguanta más. He recapacitado sobre ello y he decidido destruirme. Prefiero volverme inservible, aunque sea al precio de fenecer, antes que seguir sirviendo a fines tan viles y siniestros. El Caudillo de España porque Dios es un gracioso, como rezan los duros de cinco pesetas, presidirá próximamente el desfile conmemorativo del dieciocho de julio. Franco siempre me lleva en el bolsillo delantero de su uniforme de gala, junto a su corazón, ¡qué ironía! Sé que ya le tienen preparado el uniforme blanco de la Marina –a él, que era de infantería-. Creo que si me concentro podré hacerlo, el calor del sol de julio me ayudará en mi misión. Cuando desfilen sus amados legionarios o los tabores de regulares me desangraré y mi tinta emborronará al déspota y su ceremonia. Esa será mi venganza. Dejar una mancha indeleble, cual medalla de oprobio acusadora, en la guerrera del dictador asesino.
Honrado con aparecer en vuestra revista y enhorabuena por la foto que acompaña a mi relato.
Os deseo muchos éxitos en vuestra andadura cultural.
Abrazos.