A 50 años del 68, número 30,Escribir para transformar

Todos para uno y uno para todos

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Por Alfredo Cuauhtémoc Pérez

Aquel cirujano estético había logrado tanta reputación y fama por sus perfectas creaciones. No le importaban tanto los cuerpos como las caras. Caras de hombres y de mujeres de las clases medias y altas que moldeaba siempre siguiendo el mismo patrón: eliminaba las arrugas, empequeñecía y respingaba las narices, suavizaba el mentón y las mejillas, engrandecía los ojos y casi desaparecía las orejas. Instructivo de belleza que todos aplaudían y que él consideraba el paradigma, basándose no en apreciaciones de pintores, escultores o poetas, sino en su propio rostro.

Él era hermoso. Su padre había sido futbolista y su madre una modelo. Los genes que le heredaron lo hicieron distintivo. Las tantas atenciones y miradas que recibía le hicieron deducir que los otros querían su belleza y por eso, compasivo, decidió compartirla con ellos. Y aunque pudo seguir las carreras de sus padres o volverse estrella de cine, se dedicó a la medicina para que no lo consideraran bello, pero vacuo.

“Embellezcamos esta ciudad” era el slogan de su clínica primero y de su hospital después, y tuvo tal persuasión que pronto, cuando él salía al cine, al teatro o simplemente a caminar por el parque, se cruzaba con otros que ya no eran otros porque tenían su cara, porque eran él mismo (y el mismo). Todos empezaron a tener el mismo rostro, a excepción de los niños y de las clases bajas (que nadie ve y a veces parece que no existen) y por eso él se alegraba tanto al ver a los segundos y a los terceros; y por eso no los soportaba luego de una hora.

Ese, Aquella y el Otro. Ya no eran lejanos, ahora Ese podía ser su primo, Aquella su abuela, el Otro su sobrino. Y la ciudad donde vivían ya no parecía estar formada por una sociedad cualquiera, sino por una familia.

El paroxismo de la homogenización sucedió luego de pocos años. Con la llegada de los meses regidos por géminis, en la primera noche de su administración, el Gobierno de la Ciudad le preparó un reconocimiento al cirujano. La celebración se desarrollaría en un edificio pequeño y mayestático, frágil porque tanto su frontispicio como sus interiores mantenían una infinidad de cristales, que de pronto eran vidrios y de repente eran espejos. El cirujano estético llegó con una hora de retraso y con tan sólo cruzar el umbral del salón principal, un impacto casi lo hizo caer. Por fin se percató de la magnitud de su trabajo, allí un horizonte de rostros y más rostros, de reflejos y más reflejos iguales. Los tantos invitados, a pesar de las diferencias de sus pieles, de sus tamaños, de sus volúmenes, de sus ropas y de sus sexos, eran el mismo (y él mismo). Sintió un vértigo que creció con cada paso que dio. “¡Hola, Juan! ¿Cómo estás?” “Pepe, ¿tanto tiempo sin vernos?” “¡Aquí estoy, Beto!”, le decían al caminar y él temió perder su identidad. Se volvería loco si le pasara. A mitad del camino reculó y rumbo a la salida otras tantas voces. “¿A dónde vas, Toño?” “¡Qué bueno que viniste, Raúl!” “El baño está para el otro lado, Luis”. Los cuestionamientos provocaron que sus recuerdos colapsaran. ¿Era un abogado o un arquitecto, era un músico o un literato? ¿Quién era él?

Afuera temió de sufrir una amnesia irrevocable. Quiso regresar para recordar, mas los vigilantes de la puerta, accesibles hace un momento, le prohibieron el paso. “Entrada sólo con invitación”, le dijeron, y él replicó apenas: “Pero yo soy…” sin poder terminar la frase nunca. Y uno de ellos, antes de empujarlo hacia la noche, puntualizó: “¡Tú no eres nadie!”.

 

 

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