Por José Sáez López
― He recibido orden de venir al Palacio para ser recibido por el Presidente.
Su uniforme de capitán, con vivos colores, a la tradición imperial, daba a aquel soldado una galanura y prestancia extraordinaria.
El gris funcionario, viejo y macilento, a juego con los atávicos muebles del Palacio, ni siquiera levantó la cabeza para mirar al militar, que, como una ráfaga de sol y juventud, parecían no ajustarse a la oscuridad mortecina de la noble estancia.
― Tome asiento Capitán Guajardo, enseguida le atiendo… ―El viejo funcionario seguía escribiendo con su ajada pluma, rasgando con su punta entintada, los escritos que iba leyendo, sin tener en cuenta al soldado, absorto en subrayar, e incluso suprimir, partes sustanciales de los escritos sobre los que trabajaba ―Siéntese, le he dicho Capitán, ahora mismo estoy con usted…
― No quisiera parecer impertinente, señor, pero he sido convocado por el Presidente de la República de manera urgente.
Al fin levantó la vista el viejo Secretario, y ajustándose unos horribles anteojos, anticuados, como todo en aquella sala, miró de reojo al soldado. Como el buitre carroñero, que se acerca a un animal yerto, que no tiene constancia de que esté realmente muerto, valorando si acercarse para darle el primer picotazo.
― El ímpetu militar, siempre tan marcial y tan puerilmente vano. Cuanto militar gallardo está criando malvas en aras del arrojo desmedido y de la sangre joven que ciega. Deben ser esos uniformes imperiales tan apretados, no deben ser buenos para los humores.
El militar se puso firme, y su rostro, se convulsionó en un arranque de ira irracional.
― Tranquilo Capitán, ―dijo con una mueca siniestra y cínica― enseguida estoy con usted, hágame el favor de sentarse. Y una risa seca, de cera, atravesó la cara de ave del viejo funcionario.
El militar permaneció de pie, frente a la mesa del viejo secretario, su estampa marcial, era una bofetada de vida sobre el gris burócrata de la estancia.
―Pero por dios, Capitán, todavía sigue de pie, ―el viejo funcionario echó atrás la vieja silla, que crujió con el sonido de un ataúd egipcio― la orden de su visita la he firmado yo, como Secretario de Presidencia y es conmigo con quién tiene usted cita, mi joven napoleón.
Los ojos del militar parecieron salirse de sus órbitas y de golpe su hechura y gallardía sufrieron un mazazo, como si todas las arrugas del traje volviesen a sus hilos. En un acto instintivo, se tocó el espadón de gala y se atusó el corbatín, que parecía intentar ahogar su cuello hinchado por la ira.
― Pero la orden decía…
― Lo que yo quería que dijese. No sé si entiende cómo funciona la administración, pero supongo que como buen militar, debe saber lo que es la jerarquía. El Presidente es un hombre sumamente ocupado, por eso estamos nosotros aquí, para atender los asuntos presidenciales y transmitir sus designios de forma fiel. Nosotros somos la Ley, que el Presidente, se limita a firmar. Yo, y mi padre antes que yo, hemos ocupado este despacho adjunto a la Presidencia, transmitiendo de manera clara y fiel, la voluntad del hombre que rige los destinos de la Patria. Y que como mero hombre, no puede estar en cada pueblo del país, ni atender a todos los mexicanos. Es la lógica de la administración. Por favor, Capitán, siéntese, ―y de una forma brusca alzando la voz, le inquirió― ¡se lo ordeno!
El militar, dio un taconazo en el suelo, que resonó en la vetusta estancia y de forma marcial tomó asiento.
― Veo en sus ojos de joven soldado, una decepción indignada…
― Lo siento Señor, pero yo creía que…― No pudo terminar.
― El Señor Presidente apenas recibe personalmente a nadie de forma particular, sólo en ocasiones extraordinarias, en las que la prensa oficial da cuenta de la entrevista. Los temas delicados, los temas propios del Estado, son temas que yo, como su Secretario particular, dirijo. ―De manera extraña el viejo funcionario abrió los brazos flacos y largos, y su figura de ave de rapiña y sus ojos grises brillaron tras los viejos anteojos. Ya sabía que la pieza estaba muerta. Se dispuso a picotear, primero de forma espaciada, pero cada vez con más arrojo― Por su expediente, sé que es usted un verdadero patriota, que ha luchado contra esa turba revolucionaria que nos cerca. El General González Garza habla maravillas de usted, le tiene en un pedestal, es su espada más joven y certera.
Los halagos fueron relajando al soldado, que no llegaba a fiarse de aquel funcionario viejo y trasnochado.
― Sí, mi Capitán, conozco cada una de sus hazañas bélicas, y como buen patriota me siento orgulloso de que trabaje para nosotros. Que sea uno de los nuestros. ―Volvió la mueca servil y cetrina― Le he llamado para confiarle una tarea de extrema importancia para el futuro de la Patria y, por ende, para la seguridad del Presidente. ―Los ojos del viejo se volvieron opacos tras los lentes gastados― supongo que como buen militar estará preparado para salvar a la Patria en momentos de riesgo extremo…
― ¡Eso no se puede poner en duda! ―Atajó el militar, casi incorporándose― Yo por la Patria, doy mi sangre…
― No le voy a pedir tanto, mi buen amigo ―dijo el funcionario cetrino― lo que sí le voy a pedir, es que como militar y como caballero, me jure que nada de lo que vamos a hablar en esta estancia será repetido nunca ante nadie, y nadie debe saber, el deseo expreso del Presidente…
― Tiene usted mi palabra de infante y mi juramento por las estrellas de la Virgen de Guadalupe…
― No esperaba menos, mi Capitán. ―volvió a medio sonreír la momia palaciega― Nunca tuve dudas con usted, por eso está aquí.
El viejo funcionario se levantó despacio, haciendo crujir el rancio mobiliario, y se sentó en la silla junto al militar. La diferencia entre ambos era abismal; por un lado, la juventud y la gallardía colorista del oficial, y del otro el gris y gastado traje del viejo funcionario casi amortajado, la vida frente a la muerte, la salud frente a la decrepitud, los ideales morales y los rancios vicios.
― Capitán Guajardo, su tarea será salvar a la Patria de su mayor enemigo, una tarea propia de un joven hércules, de un héroe mexicano. Pero en esa tarea se basa la esencia del Estado, usted salvará a la Patria de su mayor enemigo, del peor de sus destinos, pero nadie deberá saber nunca, que esta tarea le fue encomendada desde este Palacio, desde este despacho. Usted, nunca habrá estado aquí.
El militar miraba los ojillos del funcionario, que le recordaban a los de la serpiente, del escudo de la patria, gracias que en este país había águilas para matar a la serpiente, los militares, el glorioso Presidente Venustiano Carranza, eminente General.
― No le entiendo…
― Usted es militar, no tiene nada que entender, debe obedecer las órdenes de Presidencia sin preguntar nada, sin rechistar. ―El viejo lo miró enojado, violento, colérico― Yo he visto la ruina de la patria sentada en el despacho del Presidente. La ruptura del Estado, la guerra y la anarquía revolucionaria. Eso no puede volver a pasar nunca, y usted, responderá ante Dios y ante la patria de que sea así.
― ¿Qué tengo que hacer? ―preguntó el militar casi a media voz.
― Deberá acabar con la vida de Emiliano Zapata, debe asegurarse de su muerte.
De golpe el militar se relajó, aquel viejo carcamal estaba asustado por el guerrillero sureño, el campesino de Morelos, al que el General González Garza, tenía casi cercado. Pobre viejo, tanto para nada…
― Perdone señor Secretario, pero el General González acabará con ese campesino, entrometido y sus secuaces del sur. Apenas tienen armas, ni municiones… Y su mayor preocupación son las cosechas y las cabras. Otra cosa es el frente del norte, si Villa consigue armas de los americanos, si podemos tener problemas… Pero en el sur…
El viejo se levantó como un resorte, era una momia desencajada, que casi aferraba al joven militar por los brazos, haciendo vibrar las charreteras del uniforme…
― ¡Usted no sabe nada, mi joven soldadito! Mi familia lleva trabajando para la presidencia del país casi dos siglos, hemos visto de todo. Yo mismo preparé la famosa reunión de los dos jefes revolucionarios, yo mandé construir dos sillas presidenciales para cada uno de ellos. Pero usted no estuvo aquí, no vio nada… ―los ojos del viejo parecían llamear con el fuego del infierno y su aliento a lodo infecto, resbalaba sobre la joven y asombrada faz del militar― El Centauro del Norte, no es más que un brabucón engreído, un pequeño ladronzuelo travieso, que bien domesticado, no hubiese sido ningún problema para México. Hemos resistido a tanto dirigente tonto, que uno más no iba a suponer una rémora para el Estado. Sin embargo Zapata, ese campesino iletrado, como usted le define, es harina de otro costal. Es un hombre íntegro, un hombre humilde… Casi no quiso sentarse en la silla Presidencial, se vio obligado por el cenutrio de Villa, que despatarrado sobre la silla del poder, quería tener una foto con el jefe revolucionario del Sur. Pero, yo vi sus ojos de asco cuando se sentó en la silla que representa al Estado. Entonces supe la verdad, ese hombre nunca parará en sus reivindicaciones, nunca cejará de luchar por su pueblo y acabará con México. Zapata es el auténtico peligro, es el demonio hecho hombre. Debe morir. Porque mientras esté respirando, no habrá seguridad para el Estado… Por eso mi Capitán le suplico, le exijo, le ordeno… Mate a Emiliano Zapata. Es un asunto de Estado.
― De verdad me está ordenando eso…Así… ¿Esto lo sabe el Presidente?
― Mi joven amigo ―dijo el viejo cuervo con su mueca hueca― a veces la mano derecha del Estado, no tiene que estar enterada de lo que hace su mano izquierda.
― Pero yo soy un hombre de honor…
― No hay mayor honor que la patria. Usted deberá utilizar tantos medios le sean necesarios y posibles para acabar con la vida del señor Zapata. ―Y mientras decía esto volvió a su mesa de despacho, y sacó de uno de los cajones un abultado sobre― tome estos fondos y utilícelos como le sean necesarios, lo importante, es que acabe con la vida de ese maldito agricultor.
El joven militar agarró el sobre, eran billetes del Banco Nacional, una cantidad exagerada. Por un momento pensó, esto no es propio de un oficial, yo no mato por dinero. Estaba a punto de hablar, quería articular un discurso que le dejase claro a aquel viejo carcamal que él no era un Judas al que comprar con treinta monedas de plata… Iba a hablar, a darle un acento marcial a su contestación, pero como si la vieja momia estuviese leyendo sus pensamientos, antes de abrir la boca, escuchó la voz repelente del anciano…
― Capitán Guajardo, yo no le pido que lo traicione con un beso, yo le ordeno que lo mate.
El horror del oficial le hizo cuadrarse ante aquel espectro del demonio, y salió de la sala, con la mente trastornada. Había entrado en aquella sala, joven con ideales, y salía viejo y traidor.
Cuenta la historia oficial mexicana que Jesús Guajardo hizo creer a Emiliano Zapata que estaba descontento con el Presidente Carranza y que él y un grupo de oficiales se pasarían con armas y bagajes al bando zapatista. En su traición tuvo que fusilar a más de cien soldados del ejército federal para ganarse la confianza del jefe revolucionario. Se citaron en una hacienda para llevar a cabo su acuerdo y allí aprovechó para matar a Emiliano Zapata.
La historia no oficial dice que quién murió aquella noche no tenía el famoso lunar del revolucionario del sur, que cabalgó durante muchos años en el sur de México.
La verdad… El Estado es igual en todos sitios, cuando detecta un enemigo al que no puede comprar, simplemente acaba con él.