Marco A. Montiel Flores
Esta mañana recordé un texto leído hace algún tiempo. En él se contaba acerca del destino, el cual estaría escrito de antemano en un gran libro. Hoy esa sentencia cobra mayor sentido. De nada serviría, entonces, intentar burlar a lo ya dictado. Y sin embargo, lo intentamos…
Desde hace algunos días se desató el delirio colectivo. En los hospitales trasladaron a los enfermos a las plantas bajas. A los “no tan graves” los llevaron directamente a patios y estacionamientos, bajo el resguardo de techos improvisados. El mandato gubernamental exigió que se adelantaran los partos para así evitar nacimientos en el fatídico día. En total se practicaron 2,756 cesáreas a mujeres de entre trece y treinta y cinco años en toda la ciudad.
Por supuesto hubo protestas de grupos femeninos ante las disposiciones oficiales; incluso se conformó la Organización de Mujeres Embarazadas en Contra de las Cesáreas Obligadas (OMECCO) al sur de la capital. Pero debido a la histeria generalizada, el movimiento no prosperó. Ante la tiranía de Cronos, la noticia de “Los niños adelantados” terminó poco a poco en los brazos del olvido.
Otros de los temas centrales en la prensa capitalina fueron los relacionados a los asuntos de corte religioso. En los noticiarios estelares aparecieron todo tipo de pastores, sacerdotes, guías espirituales y clarividentes, hablando acerca del destino de millones de hombres y mujeres. La mayoría coincidía en la hipótesis del “castigo divino”. No faltaron quienes, amparados en “un estudio profundo de las Escrituras Sagradas”, vieron la similitud del caso con el relato bíblico de la ciudad de Sodoma y Gomorra. Esto propició oleadas masivas de gente en las iglesias y templos con la esperanza de revertir “la ira del Señor”. Los otrora acérrimos ateos, agnósticos, comunistas y hasta científicos se transformaron, de la noche a la mañana, en los más fervientes creyentes. Así, en estos lugares se aullaron súplicas, lamentos y arrepentimientos “por los pecados cometidos a lo largo de la vida”.
Quienes pudieron se marcharon antes del Decreto de la Federación, el cual estableció “la imperiosa necesidad de evitar la fuga masiva de los ciudadanos”. El motivo: “el temor a la propagación de la maldición chilanga hacia el resto del país”, como afirmó El Citadino Times el pasado lunes. Sobra decir que los afortunados se trataron de los mismos de siempre: políticos, empresarios, banqueros, intelectuales y mafiosos, quienes pagaron con sus tangibles fortunas asilo en otros estados de la República. De tal suerte, permanecieron en la ciudad los clasemedieros, los pobres, los indigentes y los locos; sin olvidar a los valientes, sobre todo aquéllos adscritos al sector salud. Las fuerzas del orden también se quedaron —o, mejor dicho, las quedaron—, pues si no quién garantizaría la seguridad. Una vez desatadas las riendas del caos, la mayoría de ellos abandonó los puestos de trabajo para intentar resguardar a sus propias familias.
Las coronas de los cerros como el de La Estrella, Ajusco y Chapultepec, se colmaron de miles de chilangos que esperaban ahí burlar al sino. Muchos otros, como los ancianos, decidieron aceptar el final con gallardía y sin temores. Durante esta semana los suicidios se han disparado exponencialmente. La mayoría de éstos han sido de jóvenes, quienes no toleraron que la flor de la vida se marchite catastróficamente. Por su parte, los indigentes se guarecieron en las cloacas de las principales calles y avenidas; varios aprovecharon los tiempos para saquear negocios y casas abandonadas. Algunos ni siquiera se enteraron de la calamidad anunciada; se limitaban a disfrutar plácidos descansos en alamedas y parques, desde donde veían —como si se tratase de alguna película surrealista— a las masas ir de aquí para allá con los rostros afligidos y exasperados: “la gente loca, la gente está muy loca”, decían.
En fin, yo escribo esto desde el campamento donde me encuentro simplemente para que no se olvide lo que aquí ocurra el día de mañana, cuando las sirenas revienten el tímpano de nuestras almas con sus cánticos de muerte; cuando el corazón palpite como tambor en una guerra florida, mientras la penumbra pase su lengua en cada rincón de la ciudad; cuando la tierra se remueva y abra sus fauces reclamando sacrificios humanos… cuando quizás ya no estemos.
Ciudad de México a 18 de septiembre de 2049.