Por Pabló Ulises García y Gerardo Rayo
Ya quiero que pasen los años para recordar estos momentos y pensar que fueron mejores, porque no importa qué tan bien te vaya en el futuro y qué tan tormentoso sea el pasado, jamás se está conforme. ¿Y quién puede estarlo, sabiendo que puede ser peor, o mejor?
La huella del pasado oprime a cada instante mi corazón y me impide alegrarme. No sé de qué se trata, pero sin duda mi pasado me atormenta, ese pasado que también es el tuyo.
Es el tiempo que transcurre incondicional, el que me atará por siempre a estas emociones, huir de ellas no debe ser sencillo, pero desde luego no es imposible. Imagino las vías de escape, en noches de insomnio o en interminables viajes a través de la ciudad fría y suntuosa, que desconoce el largo viaje que he emprendido a través del tiempo y de los lugares que me recuerdan a ti y que deseo mitigar por lo menos una de estas noches.
Cada medida del tiempo que transcurre en mi mente y que en el exterior se representa con el movimiento parece durar una eternidad, parece ralentizarse y hacerme creer que esto no pasará, que no llegará a un final. Lo que me desconcierta es la inmensidad de la soledad en mi cuarto que es pequeño, pero que cuando reflexiono toma dimensiones abismales.
Paso días sin dormir, días pensando en un pasado mejor, ideal, que reconforte mi espíritu. Eso sólo dura muy poco, rápidamente acude mi violento pesimismo y me hace ver que no vale la pena formarse otro mundo que no existe ni cambiará sólo por pensarlo mejor. Entonces me pregunto ¿qué puedo hacer? Lo único que me ayuda es pensar que “todo fluye” y el tiempo pasará para pronto ser el inevitable recuerdo perdido en alguna parte, que ojalá nunca vuelva a encontrar.
Ya nada ni nadie puede herirme, quizás la verdadera felicidad está en la convicción de que se ha perdido irremediablemente la felicidad. Entonces, empezamos a movernos por la vida sin esperanzas ni miedos, capaces de gozar por fin todas las pequeñas satisfacciones, que son los más perdurables.
Y quizás esa sea la única y verdadera felicidad, la capacidad de construir un mundo para nosotros y los demás, en el cual se reflejen nuestros deseos. La felicidad entonces sólo consiste en un instante, fugaz, imperdurable y perecedero, pero que es capaz de hacer palpitar cada una de nuestras partículas. No vale la pena buscar la felicidad eterna, no existe esa hipocresía idiota de cuento rosa. No puede ser de otra forma. Y ese instante de felicidad que nos formemos en nuestro mundo, o que construyamos, vale mucho más que todas las maldades de la vida y de nuestro entorno.
Podríamos haber sido demasiado jóvenes como para resistir la agonía del adiós, o quizás fue el tiempo incorrecto. Pero no. No hay coincidencias más allá de las que ya conocemos, y entonces quizás algún día cuando pase la vida y nosotros por ella caminando sobre la acera, cuando seamos dos desconocidos más, nos miremos a los ojos y encontremos por fin nuestro tiempo y nuestra felicidad compartida.
Que no será otra cosa que la necesidad de sabernos felices aunque nunca más estemos juntos. Nos miraremos a los ojos y exhalaremos con locura como cuando jóvenes, como en cada tarde de pasión desenfrenada, y vendrán a nuestra memoria las caricias y los besos, los nudos tejidos por nuestros dedos, las palabras leídas al oído, nuestra capacidad para transformarnos en personajes de novelas y apropiárnoslas/de vivirlas, los planes absurdos de nuestras vidas, tu vestido azul que parecía una pintura de Van Gogh, el hartazgo de vivir y la energía para odiar tanto al mundo como a uno mismo, la lluvia bajando por tu rostro arrebatando tu maquillaje, las caminatas hacia ninguna parte sin ningún sentido, la promesa de querernos para protegernos del mundo, la entonación de canciones que inventabas bajo los árboles, nuestro proyecto de sembrar estrellas, la forma de mirarnos de la luna, tu semblante reaccionando ante la ternura, la idea de prenderle fuego a los “hasta nunca” y a los adioses.
Sólo bastarán los recuerdos para vivir de nuevo, y nos alejaremos con una enorme sonrisa complaciente y de complicidad, porque cualquier palabra será inoportuna e innecesaria.
¿Pero quién conoce la edad de la juventud? aún viejos, el fuego que nos consume por dentro seguirá ardiendo, rememorando los tiempos nostálgicos y celebrando, quizás, los nuevos momentos con la conciencia propia de quien se conoce y ama, lo que es y lo que fue, lo que pudo ser y no será. Sólo en la melancolía habremos de conocer la luz de los buenos momentos.
***
Han pasado muchos días, parecen años y me siento pleno. El sol vuelve a salir y el recuerdo vivo de tu silueta se reproduce constantemente para recordarme quién soy yo y quién eres tú. Eso basta para arrebatar los malos recuerdos y las experiencias difíciles, que si bien no se olvidan, sí se aminora su efecto destructor y me producen una expresión placentera. Es como si riera frente a ti o, mejor aún, como si lo hiciera contigo. No hay cosa más bella que tu sonrisa y la mía juntas, producidas por la misma causa: nosotros.
La vida es hermosa.