Análisis político,¿Democracia en México?, número 29

Elecciones en México

Por Rodrigo de Jesús Moreno Navarro

Breve por ser una historia de sólo tres décadas y contada en menos de 800 palabras. Comienza con la elección de 1988, cuando un grupo disidente del PRI le desafió y compitió de igual a igual. Las crónicas de la época dijeron que la Corriente Democrática, luego PRD, había ganado. Se habló de fraude, lo cual era la costumbre del PRI a efectos de vencer por una abrumadora mayoría, pero ahora fue necesario para llegar a Los Pinos.

Salinas de Gortari asumió la presidencia aquel diciembre con media Cámara de Diputados vacía. Jamás había sucedido algo semejante. El poder presidencial diluido, desde el mismo comienzo del sexenio, debía leerse como el síntoma de algo más profundo: la erosión del régimen de partido hegemónico, aquel autoritarismo benigno del PRI. Ya no alcanzaba con la legitimidad originaria de la revolución. Dicha legitimidad ahora debía nacer del voto, de una elección libre y justa.

Técnicamente allí comenzó la transición democrática mexicana. En 1990 fue aprobada la legislación que creó el Instituto Federal Electoral. El IFE, hoy INE, fue diseñado como un ente políticamente autónomo y neutral provisto de los recursos técnicos necesarios para administrar el proceso electoral en toda su extensión, desde empadronar ciudadanos hasta contar los votos.

Debe reconocerse que la elite priísta tuvo un importante grado de lucidez. Ante lo inevitable, fue capaz de sacrificar una parte del poder para no perderlo todo; compartiéndolo, esto es, principio fundante de la democracia. La democracia también necesita de los conversos.

El PRI ganó en 1994 pero perdió la elección de 2000, 36 a 42%, reconociendo la derrota y transfiriendo el poder pacíficamente a Vicente Fox del PAN. Concluyeron de este modo setenta años de hegemonía. Fue un hecho histórico, el surgimiento de una democracia sin mayorías permanentes, y verdaderamente competitiva.

Es decir, sin mayorías y punto. Ello se vio en la elección de 2006. Calderón, del PAN, derrotó a López Obrador, entonces del PRD, por medio punto, 35.89 a 35.31%. El PRI, tercero, obtuvo 22%. Ese fue el resultado oficial. Los seguidores de López Obrador dicen hasta el día de hoy que hubo fraude, una crisis que puso en jaque a todo el sistema electoral.

En 2012 el PRI regresó con la victoria de Peña Nieto sobre López Obrador por 38 a 31%, con el PAN detrás con 25% y con un cuarto candidato, Gabriel Quadri de Nueva Alianza, con apenas 2,30% pero que en algún momento había cruzado la barrera de 10% en las encuestas.

En la elección de este año habrá más partidos compitiendo. El partido de López Obrador, Morena, es una escisión del PRD, más el partido Verde, en coalición con el PRI, y el surgimiento de varias candidaturas independientes. Las encuestas muestran a López Obrador liderando con más del 30%, seguido de Meade del PRI y Anaya de la alianza formada por el PAN y el PRD con 23% cada uno.

Se consolida así un sistema de tres tercios con tendencia natural al empate y en proceso de mayor fragmentación. Lo cual quiere decir que se consolida una democracia inestable, ergo, con escasa capacidad de gobernar y riesgo de baja legitimidad. Desde la elección de 2006, ningún presidente llegó al poder con más del 38% de los votos, y probablemente así sea la elección del 1 de julio próximo.

La gran pregunta es por qué México no tiene un sistema electoral francés de doble vuelta como el ballotage. En un presidencialismo con partidos múltiples y fragmentación, la doble vuelta es la herramienta más efectiva para construir consensos. Es un mecanismo cuasi-parlamentario por el cual, en el período entre la primera vuelta y la segunda, se construyen coaliciones, se discuten programas, e inclusive se negocian puestos en el gabinete para políticos extra-partidarios.

Es decir, se obliga a todos los partidos a invertir en la estabilidad del futuro gobierno. En un presidencialismo de coalición, característico de América Latina, la doble vuelta es esencial para fortalecer una fórmula política que, de otro modo, sería intrínsecamente frágil. El ganador del ballotage obtiene más de la mitad de los votos.

Volviendo a la pregunta de por qué México no posee dicha regla electoral, el saber popular dice que el PRI nunca la habría impulsado, ya que sería un mecanismo por el cual siempre sería derrotado en la segunda vuelta. Pues hoy, paradójicamente, el ballotage serviría para evitar lo que el PRI y el PAN tanto temen: la victoria de López Obrador.

Pero quien gane es lo de menos. Quien sea, asumirá en minoría. La moraleja de esta breve historia es que con miradas de corto plazo y egoísmo, jamás se construyen instituciones. Y sin instituciones efectivas se perpetúa la inestabilidad.

 

¿A qué personaje corresponde esta declaración? «Nuestra situación era sumamente desventajosa porque nuestros adversarios contaban con todo el elemento oficial, en el que se apoyaban sin escrúpulos. En México, como república democrática, el poder público no puede tener otro origen ni otra base que la voluntad nacional, y ésta no puede ser supeditada a fórmulas llevadas a cabo de un modo fraudulento».

No, no es de Andrés Manuel López Obrador en el 2006, es de Madero y proviene del manifiesto que acompañaba al plan de San Luis en 1910. Palabras más, palabras menos, en 1929 José Vasconcelos, candidato de oposición, también utilizó los mismos términos: usurpación, fraude, soberanía popular, voluntad nacional, corrupción.

De los 21 procesos electorales que se realizaron en el siglo XX, considerando el de 1900 como el primero y el del año 2000 como el último, en 10 de ellos se suscitaron problemas graves: movimientos armados, asesinatos políticos, persecución de opositores y denuncia de fraudes. A pesar de que el voto popular directo fue establecido en la Constitución de 1917, las elecciones solían dirimirse con balas y no con votos. La democracia era sólo una figura retórica.

En 1910, Madero, candidato antirreeleccionista, junto con muchos de sus partidarios, fue encarcelado y las elecciones favorecieron a Porfirio Díaz, con un Congreso que validó el proceso electoral y la séptima reelección del dictador; el resultado final fue el inicio de la revolución. En 1920, el presidente Carranza intentó imponer un candidato civil frente a la popularidad de Obregón y terminó dos metros bajo tierra; en 1924, la imposición de Calles fue acompañada por la revolución de la huertista y una terrible purga revolucionaria; para la sucesión de 1928, además de dos candidatos de oposición asesinados por el gobierno un año antes —Francisco R. Serrano y Arnulfo R. Gómez— el presidente electo, Álvaro Obregón, también cayó asesinado.

En 1929 fue creado el partido oficial bajo el nombre de Partido Nacional Revolucionario —cambiaría su denominación a Partido de la Revolución Mexicana (1938) y Partido Revolucionario Institucional (1946)—, y con su primer fraude perpetrado el mismo año de su fundación, llevó a la presidencia al candidato oficial, Pascual Ortiz Rubio derrotando al candidato de oposición José Vasconcelos.

Las dos elecciones más escandalosas hasta antes de que el fraude fuera institucionalizado por el sistema político surgido de la revolución fueron la de 1910, cuando Madero fue candidato, y la de 1929, cuando José Vasconcelos aceptó encabezar la oposición; en ambos casos, los dos candidatos denunciaron el fraude, desconocieron al gobierno y se proclamaron presidentes de la nación.

El 5 de octubre de 1910, desde San Antonio Texas, Francisco Ignacio Madero dio a conocer el plan de San Luis. En el célebre documento que dio origen a la Revolución Mexicana, Madero expresó: «haciéndome eco de la voluntad nacional, declaro ilegales las pasadas elecciones y quedando por tal motivo la república sin gobernantes, asumo provisionalmente la presidencia de la república, mientras el pueblo designa conforme a la ley sus gobernantes. Para lograr este objeto es preciso arrojar del poder a los audaces usurpadores que por todo título de legalidad ostentan un fraude escandaloso e inmoral».

Diecinueve años después, en 1929, José Vasconcelos denunció un magno fraude y el 1 de diciembre proclamó el plan de Guaymas desconociendo a los poderes de la Federación, a los poderes de los estados y municipios «que desde hace 30 años han venido ensangrentando al país, robando el Tesoro público y creando la confusión y la ruina de la Patria, y que han pretendido burlar el voto público en la elección presidencial última». Vasconcelos se declaró presidente electo y decidió marchar al extranjero, definiéndose a sí mismo como «el hombre que quizá por primera vez en nuestra historia tiene el triunfo en una elección presidencial casi unánime».

Aunque la historia no es cíclica, es indudable que hay similitudes en ambos casos que van más allá del discurso: una crisis generalizada provocada en buena medida por la falta de sensibilidad política del gobierno establecido; la percepción de una parte de la sociedad que considera imprescindible la caída del gobierno para plantear una nueva relación entre el ciudadano y el poder, y la seguridad de los caudillos que encabezan el movimiento de que hablaban a nombre del pueblo.

Al lanzarse a la contienda electoral, los partidos que postularon a Madero y a Vasconcelos no tenían representación en el Congreso, ni gubernaturas, ni presidencias municipales, ni gozaron de recursos públicos para sus campañas políticas, ni podían manifestarse libremente. Los espacios democráticos estaban totalmente cerrados. Ambos fraudes fueron plenamente documentados: elección de estado —con el carro completo para el gobierno y su candidato—, robo de urnas, encarcelamiento de partidarios e incluso el asesinato de algunos; incendio de casillas, amenaza a los electores, y el aval del poder legislativo, al servicio del gobierno.

Dentro del caos generado por la revolución y el caótico proceso de reconstrucción del país, la democracia no tuvo cabida más que como letra muerta dentro de la constitución. Los hechos demostraron que era el tiempo de las balas y no de los votos.

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