Por Daniel García Figueroa
Mi vida entera la he vivido en el municipio de Chimalhuacán, Estado de México. En este lugar el paisaje en general es bastante grisáceo, con el característico color de los municipios de la zona oriente (entre la mezcla de colores prevalece el gris, los colores opacos de las calles, con un toque de verde en algunos lados).
Salgo de mi casa a las 5:30 de la mañana para llegar a la universidad a las 8:00 a. m., camino dos cuadras por una calle oscura —las lámparas no sirven otra vez— hasta una avenida por donde pasa la combi que me llevará a mi destino. Por supuesto siempre acompañado de la incesante incertidumbre de que en esas dos cuadras de camino puedan asaltarme, por lo que estar alerta debe ser una constante en el camino, me ha pasado dos veces y ni siquiera he salido de mi calle, me he acostumbrado a mirar permanentemente a la gente con desconfianza, nos cuidamos de lo desconocido y de lo que sabemos conocido.
Espero la combi, la gente camina anticipándose a otra en la disputa de un lugar por irse, si algo es sabido es que en la zona oriente salimos para llegar tarde, aunque salgamos muy temprano, pues el tránsito muchas veces nos impide llegar a tiempo; me he acostumbrado a llegar corriendo al aula siempre avergonzado de entrar cuando ya han iniciado las clases. Sin embargo, no hay oportunidad de subir, después de haber pasado aproximadamente 15 minutos —¡ya se me hizo tarde! — y aunque no quiero subirme a los “chimecos” por su fama de ser transportes con altas probabilidades de que ocurra un robo, me veo obligado a viajar en él: hoy me toca exponer en la fase metodológica y debo ir a como dé lugar.
Hago la parada al camión con el miedo de que se pase de largo y yo quede como un tonto, para mi suerte éste se frena bruscamente. Por las ventanas, antes de subir, veo salir volando a la gente y cómo chocan violentamente entre ellos, pero no dicen nada, son condiciones y circunstancia a las que nos hemos visto obligados a adaptarnos. Al subirme al transporte saludo al conductor y me dice que ahorita me cobran, que me pase; un chico que parece de mi edad se aproxima a mí y de mala gana me pide que le pague, le pago y se va. Al poco tiempo lo veo discutir con una mujer mayor por el aumento a la tarifa, el chofer acelera y me da la seguridad de que llegaré a tiempo a la exposición. Es uno de esos conductores con vocación de piloto de carreras encerrado en avenidas en las que no puede correr. A veces, durante el camino, imagino la historia de la gente que se sube al camión y hago conclusiones sobre su humor y la causa de éste, entonces uno es empático, justo cuando me imagino llegando al salón y con la oportunidad de sentarme a lado de la chica que me gusta… En doble fila por favor si son tan amables, ¡Usted! Joven de la mochila, recórrase si es tan amable —al menos lo pidió de forma cordial, aunque ya me exhibió con todos los pasajeros— mientras el cacharpo grita: súbale hay lugares, uno voltea buscando dónde hay lugares si todos vamos apretados, no hay otra cosa más que tomarlo con humor.
El humor nos libera de situaciones incomodas, del ridículo, del miedo, de lo trágico, encontramos refugio en él ante lo inesperado. Bajo del primer transporte y camino por la alameda hasta llegar a la parada del RTP o “Re Te Pobre” como lo conocen coloquialmente. Una vez un amigo me comentaba que en ese transporte se sentía seguro, pues quién iba a ser capaz de robar en un transporte que costaba 2 pesos, le di la razón y reí a carcajadas, una vez más, por un momento, el humor nos liberó de la pobreza.
Llegué a la fila del RTP y vi a las personas de siempre, chicos que también iban a la universidad, adultos que van a trabajar a la zona centro y una señora de edad avanzada —le calculo 60 años— lleva unas cajas enormes de pan y no puede con ellas, así que le ayudo a subir mientras recuerdo una frase que nos dijo en clase mi profesor de teoría política: Nadie hace un favor de corazón, cuando haces un favor lo haces porque esperas que un día alguien te pague ese favor, lo haces para endeudar a alguien, pero yo sentía que no lo hacía por ese motivo. Sin embargo, sus palabras rezumbaban en mi cabeza. Por suerte alcancé lugar, mientras todos dormían yo leía, resulta que estar tan lejos de la escuela resultaba más desgastante.
—Vale madre —se escuchó decir a alguien—, al parecer el RTP ya no avanza más, acaba de chocar a un carro particular. Ya ni modo, de todos modos iba a llegar tarde. Frustrado, pero más preocupado por llegar a la universidad, saco el dinero de mi bolsa —¡Uy! y yo que tenía contado el dinero—, me doy cuenta de que hoy no compraré nada en la escuela, ya comeré cuando llegue a mi casa, tomo un microbús que me llevará al metro más cercano y de ahí trasbordar para tomar otro camión que me deja frente a la universidad, debo decir que nunca me ha gustado usar el metro y yo creo que a nadie le gusta.
Aunque debo admitir que el metro es el punto por excelencia de la diversidad, cuenta con múltiples personajes, desde la señora de la taquilla que atiende con mal humor de la que comúnmente escuchas chiste como: seguro es un requisito ser enojona o el policía que cuida los torniquetes y debe ingeniárselas cuando el flujo de gente es tanto y los torniquetes no funcionan, pero admitámoslo, también son enojones… la diversidad se manifiesta en el músico, los vendedores, los que se van coqueteando, las que pelean por un lugar, los que ocupan los lugares reservados, los que cuentan chistes, porque, ¿quién no ha sido usado por un payaso para contar sus chistes? Y, por supuesto, los ladrones, que te sacan el teléfono en la multitud. Historias así terminan por atrasar el viaje de todos cuando se jala la palanca de emergencia, combinado con los vagones a reventar, el calor y el tiempo. En suma, el metro puede convertirse en una pesadilla.
Pero por fortuna no es el caso de este día, hoy el metro estaba normal, su velocidad era buena y todo parecía indicar que yo llegaría a mi destino. Tomé el camión que me llevaría a él y logré arribar a la universidad, cuando llego veo a mis compañeros afuera y me dicen que el profesor avisó que no iba a poder asistir, mi exposición se cambiaba para otro día. Ahora mi día comenzaba a tomar forma, el regreso a mi casa ni lo noté y es que la pesadilla de camino se vio opacada por la compañía de la chica que me gusta, casi ni me importó ir aplastado en el metro.
El ritmo de la ciudad mantiene a todos en un estado de alerta y estrés bastante alto, por lo que es común ver a gente con mala cara a diario, o gente discutiendo, gente peleando. El estrés y la tensión son características típicas de los habitantes de la ciudad y se debe a la constante rapidez con la que realizan sus actividades, desde sus relaciones, su trabajo, sus citas, su vida en general gira entorno a una constante, y esa es la velocidad. Mientras que en mi municipio la vida fluye de manera más lenta, de hecho se vuelve un alivio entrar a él de regreso a casa, no sólo porque hay una arraigo y sentido de pertenecía al lugar, sino porque las maneras, aunque parecieran las mismas, se desenvuelven a menor escala y eso ya es un alivio por sí mismo.
De regreso a casa, cerca de la ventana y reflexionando con mis conocimientos de la carrera —que seguro han de servir de algo—, me pongo a pensar que a nadie le gusta ir tan lejos y encontrarse con tanta gente, que está en constante tensión y estrés, sujeta a presiones de todo tipo. El individuo de la ciudad es constantemente agredido no solo físicamente cuando las situaciones de tensión provocan conflicto, sino simbólicamente por los anuncios, los símbolos, significados, la vida en la ciudad es amenazante y hasta cierto punto pareciera haber una contradicción entre el nivel de civilidad, modernidad y desarrollo. La ciudad es un espacio de guerra simbólica y social, regulado por normas implícitas y explícitas (leyes) que se superponen unas a otras. Donde los servicios son muchísimos, sin embargo, la mayoría son de baja calidad y los que son de alta, suelen ser caros.
Ir a la ciudad se convierte en toda una odisea, pero por suerte he llegado ya a mi casa y no tendré que vivir eso hasta el día siguiente.